Todas las canciones hablan de mí
Cuando era más joven y más esnob, miraba con cierto desprecio a la gente que decía que le gustaba mucho una canción porque le recordaba a alguien. La música era para mí algo puro y que estaba al margen de nuestras pobres vidas terrenales. Unir eso que nos hacen sentir a que la escuchaste con cierta persona me parecía algo espantoso y señal clara de que en realidad a esa persona no le gustaba la música.
Pero pasaron los años y poco a poco fui acumulando experiencias y momentos y personas. Algunas de ellas están íntimamente ligadas a una canción o a un artista. Ahora no es que esas canciones me gusten solo por el recuerdo asociado, pero sí que reconozco un extra que aporta que canción y experiencia estén comunicadas por un túnel secreto en mi cerebro que se ilumina cuando suenan ciertos acordes.
Ahora mismo, por ejemplo, estoy escuchando mi playlist Casi 37, con todos los discos que he incluido en mis listas de lo mejor del año en la última década y pico. Suena Easy, de WHY?, y he hecho lo mismo que cuando la escuché por primera vez en mi cafetería preferida de Viena. Pensé en lo mucho que me recuerda a Pokušaj, la canción con la que Laka representó a Bosnia y Herzegovina en Eurovisión 2008. Como aquella cafetería vienesa no tenía wifi porque eran de ese tipo de gente moderna (o eso le entendí yo al camarero en una conversación en mi pobre alemán), apunté unos versos y luego los busqué en Google. Esa canción es para mí volver a Viena y al Phil en 2017 pasando por mi canción favorita de Eurovisión 2008.
De todas formas, el de Easy es un ejemplo malo. No es algo que escuche en bucle mientras me tiembla el cuerpo, que es lo que entendía mi yo adolescente, poseedora de la verdad musical, por que te guste una canción. Pero, querida Ana de 17 años, tengo otra lista en mi Spotify de la que no sé qué opinarías.
Es una lista mucho más personal, que voy actualizando de vez en cuando, formada por canciones que en algún momento de mi vida he escuchado en bucle. Son canciones que me ponen nerviosa, que hacen que se me tensen todos los músculos y que me impiden pensar en otra cosa. La razón es muchas veces misteriosa, como le gustaba a mi yo joven, pero en otras sé perfectamente —o intuyo— por qué hacen que se me encoja el estómago y por qué provocan ese pequeño sufrimiento placentero tan adictivo. Hablan de alguien. A veces de mí. A veces de un momento. A veces de otra persona. A veces de mí, un momento y otra persona todo a la vez. Qué cliché, pienso de pronto algo espantada, poseída por mi pequeña esnob interior. Y quiero sacudirme todas esas cosas que se me han ido pegando al crecer y con las que he ido ensuciando mis pulcras canciones. Pero voy a la lista y le doy al play.
Pocas veces escucho esa lista solo una vez. Cada vez que vuelvo a ella me quedo allí unas semanas, hasta que todo pierde significado o hasta que pienso que no es sano vivir en esos oscuros rincones del cerebro, que tengo que salir. Dejarlo es difícil, porque, como en toda buena adicción, el mundo que hay fuera me parece más plano y menos brillante. Cuando lo consigo, sin embargo, creo que es en parte gracias a que sé que voy a recaer. Y sé por experiencia que, cuanto más tiempo lleve sobria de esas canciones insanas, mayor será su efecto el día que de pronto vuelva alguna a atacarme en el aleatorio de Spotify. De ahí iré algo temblorosa, llena de miedo y emoción, a mi lista mágica. Y me perderé en cosas que creo que hasta mi yo adolescente aprobaría si fuese capaz de sentirlas.