Por qué desaparecemos
La primavera pasada leí la biografía de Virginia Woolf que escribió Hermione Lee. La biógrafa incluía muchos extractos de cartas y de los diarios de Virginia y yo, mientras los leía, encontraba muchos paralelismos con la actualidad. Cuando los extractos eran de 1920 o 1921, los paralelismos me hacían una ilusión enorme: «hace cien años, Virginia pensaba lo mismo que nosotros ahora de la situación del mundo», me encontraba reflexionando. Mi siguiente paso lógico fue comprar el segundo volumen de sus diarios, que va de 1920 a 1924, para leerlo al ritmo al que fue escrito. Cada día, leo lo que escribió Virginia justo hace cien años. Además, como somos de una edad parecida (ella del 82, yo del 84), la identificación también es más fácil por momento vital.
Sin embargo, aunque era una diarista muy entregada, no escribía siempre todos los días y a veces hay vacíos. Ahora estamos en uno: entre el 28 de septiembre y el 2 de noviembre de 1921 no registró nada en su diario. Y yo a veces me descubro preguntándome qué estará haciendo, preocupándome porque su vacío anterior, este verano, fue porque estuvo muy enferma, diciéndome que a lo mejor no es nada, que a lo mejor simplemente está llena de compromisos sociales y sin tiempo para garabatear cosas en su diario. Que a lo mejor lo está pasando bien, que a lo mejor es una época sin nada reseñable.
Desaparecer de tu diario íntimo no es lo mismo que desaparecer también para tus amigos, pero en estos días en los que a veces me pregunto qué estará haciendo Virginia Woolf, pienso también en esas ocasiones en las que de pronto notamos que hace mucho que no sabemos nada de alguien. Esto no cuenta para los amigos con los que tenemos más contacto: es muy fácil notar la ausencia cuando alguien con quien te escribes a diario por Whatsapp deja de enviar memes o de reaccionar a los que envías tú. Pero, cuando la relación es algo menos estrecha o menos constante, es fácil tardar en notar la desaparición. Lo normal es que no haya pasado nada. Pero a veces sí hay malas rachas detrás.
El año pasado, en plena anormalidad, me encontré con un par de artículos sobre cómo preguntar qué tal va todo cuando es evidente nada va bien. No recuerdo mucho, pero sí que recomendaban evitar la pregunta general y típica, el qué-tal abierto, aunque fuese un qué-tal real y preparado para una respuesta completa. Al final, todos tendemos a contestar que bien —o, en plena pandemia, a decir que, bueno, ya sabes, ¡confinada! ¡volviéndome loca! jajaja, pero restar importancia porque éramos muy conscientes de que había gente pasándolo peor—.
Lo que recomendaban, especialmente para gente con la que no estamos continuamente en contacto, era iniciar la conversación con un «vi esto [un artículo, una peli, una canción] y me acordé de ti». Empezar por ahí da un enfoque distinto y, aunque la conversación no siempre vaya a desembocar en saber qué tal está esa persona que nos importa y por la que nos preocupamos, al menos sabemos que hemos hecho que se sientan bien (en general, que seguro que hay casos en los que no). A mí, por lo menos, me hace muchísima ilusión saber que alguien ha visto, escuchado o vivido algo y de pronto ha pensado en mí. Por supuesto, si no me lo dicen, nunca lo sabré.
Os alegrará saber que he utilizado la técnica en alguna ocasión este último año. Es una forma hacer contacto, de decir «eh, estoy aquí y, a veces, pienso en ti» y sí me ha llevado a alguna conversación algo más profunda. (Y siempre ha sido cierto, no me he inventado «escuché a Nina Simone y me acordé de ti» solo como excusa, pero creo que antes de pensar en todo esto no lo habría comunicado).
Con Virginia Woolf es distinto, no solo porque lleve muerta ochenta años y si se pusiese en contacto conmigo igual me llevaba un susto, sino porque sé que la semana que viene, el 2 de noviembre, podré saber qué ha pasado (o quizá no, no siempre lo cuenta). Las razones para desaparecer son siempre variadas. Este año me olvidé del cumple de una amiga y, cuando la llamé al día siguiente, me dijo que había creído que me había pasado algo. Me hizo un poco de ilusión porque eso significa que —al menos con ella— nunca fallo en los cumpleaños. También me preocupó que sea tan fácil preocuparse.
Las desapariciones involuntarias creo que son las felices: desaparecer sin darse cuenta porque estás viviendo tu vida. Luego están las voluntarias, esas en las que vas dando pasitos hacia atrás como de retirada, un «siento que estos días no puedo estar aquí, necesito estar en mi capullito encerrada una temporada». Las más preocupantes son también involuntarias: pasa de pronto algo y no es que decidas desaparecer, sino que la ausencia es la única posibilidad.
A veces creemos que alguien desaparece por nosotros: que ha desaparecido solo para nosotros, que se ha enfadado, que está siendo mal amigo. Yo intento no ir por ahí porque en realidad no tenemos nunca ni idea. Virginia Woolf —que muchas veces era un poco lo peor— estuvo unos meses muy enfadada con Katherine Mansfield, dolida porque no le había contestado a una carta especialmente íntima. Mansfield estaba muy enferma y murió unos meses después, antes de que pudieran hablar.
Es decir: no os enfadéis nunca. Lanzad un cabo. A lo mejor esa persona está en el agua y lo coge. Y quizá estéis vosotros también perdidos en el océano, pero unidos por esa cuerda seguro que es más fácil mantenerse a flote. (O a lo mejor la persona a la que has lanzado el cabo está disfrutando de una travesía en crucero, pero siempre es bonito saber que alguien se acuerda de ti y saludaros desde vuestra respectivas embarcaciones).