Mejor ilusión que guadaña
Lo siento mucho por todos los que estáis de vacaciones y que volveréis al trabajo cuando el mes cambie de nombre. Vengo a recordaros que septiembre está a la vuelta de la esquina. Pero voy a hablar de mi amor por este mes, así que a lo mejor se os contagia un poco.
Descubrí que era mi mes favorito un año en el que me tocó estudiar (fui siempre muy buena alumna, así que era un mes libre; ese año fue por temas asignaturas no convalidadas durante el curso Erasmus). Pero no me gustaba solo porque solía estar libre —me sigue gustando ahora que trabajo—, sino más bien por las cosas que pasan en el cielo y por la estacionalidad con la que organizamos la vida.
Me gustan los días frescos pero aún con buen tiempo (aunque esta regla no siempre se cumpla), me gusta que las puestas de sol lleguen antes y parezcan sacar todo su arsenal de belleza sobre el mar, me gusta que los turistas nos vayan devolviendo la playa y las carreteras y el supermercado, me gusta esa sensación de final mezclada con la emoción de un principio de algo que no sabemos bien qué es. Aunque no sea de tener vacaciones en verano, todos esos años de vivir la vuelta al cole se me han quedado grabados y mi cerebro sigue queriendo comprar bolígrafos de colores cada vez que llega septiembre.
Hace unos años leí un libro centrado en el cuándo de las cosas y me pareció muy interesante. Resulta que septiembre es un poco como enero y todos tenemos esa sensación de borrón y cuenta nueva (y parece ser que los propósitos de otoño se cumplen más). El libro también decía que es más habitual escribir tu primera novela o correr tu primera maratón cuando estamos cerca de un cambio de década: a los 29, a los 39, a los 49, etc. nos ponemos nerviosos y hacemos por fin eso que llevamos años posponiendo.
Hay razones para esto (el libro está guay porque todo lo basa en estudios). Lo de enero, septiembre, los lunes o incluso los días 1 de un mes es porque creemos en lo nuevo, por muy artificial que sea esa novedad. El comienzo de algo nos hace creer que podemos comenzar también nosotros. Y, sí, la experiencia ya nos ha enseñado una y otra vez que no suele funcionar, pero ahí seguimos, mirando con ojillos brillantes a ese nuevo yo en el que nos convertiremos el lunes. Lo de los 39 años es justo lo contrario: un memento mori de libro.
El memento mori le funcionó muy bien, por ejemplo, a Virginia Woolf. Hace justo cien años, en el verano de 1921, estuvo muy enferma y luego 1922 tampoco fue un paseo. A sus cuarenta años, estaba convencida de que no le quedaba mucho de vida y un poco obsesionada con morir antes de haber escrito nada literariamente relevante. Escribió a todo correr La señora Dalloway entre 1922 y 1924 (se publicó en 1925). El día que acabó de escribir esa novela, empezó ya a idear Al faro (1927).
Posiblemente a efectos prácticos de hacer por fin todo eso que decimos que vamos a hacer el memento mori sea más eficaz, pero lo de los comienzos es más agradable. Quizá al final trabajemos o hagamos menos cosas que cuando sentimos la guadaña acercándosenos al cuello, pero al menos esos primeros días lo hacemos todo con más ilusión y más contentos. Si se me da a elegir, yo creo que opto por la alegría. Que igual al final no escribimos ninguna obra maestra ni corremos una maratón, pero habremos estado más contentos. Si conseguimos que cuando la ilusión pase y abandonemos los propósitos no nos invada la tristeza y la autodecepción, claro. Pero ese es otro tema que tiene más que ver con noviembre que con las visitas a la papelería y el olor a forro de libros que siempre trae este mes que está a punto de empezar. Yo prefiero quedarme aquí.