Estática pero contenta
Planear un viaje genera más felicidad que hacerlo. Esta idea recorre de vez en cuando los titulares de medios que la descubren o que la recuerdan (y luego, porque ya sabemos cómo va esto, se copian entre ellos) y es algo que se puede afirmar con aplomo y seguridad no solo porque lo hayamos vivido, sino porque hay estudios que lo demuestran.
El que se suele citar es uno de 2010 que concluyó que la gente que viajaba en vacaciones era más feliz antes del viaje que los que no iban a viajar. La felicidad posterior era superior a los que no se habían movido solo si el viaje había sido «muy relajante». La anticipación de lo fantástico que iba a ser el viaje, sin embargo, subía los niveles de felicidad durante ocho semanas.
Aunque llevo años citando ese curioso dato en artículos, lo cierto es que nunca me sentí demasiado representada por él. Excepto en casos específicos, mis viajes han sido siempre algo impulsivo. Un día de pronto me encuentro fantaseando con ir a algún lugar y, sin darme cuenta, en una hora tengo billete de avión y alojamiento y me estoy riendo nerviosa. Más allá de eso, no planeo demasiado. Sí me compro la guía y marco lugares de interés, pero en más de una ocasión he llegado a un lugar sin tener muy claro qué voy a hacer. El momento de reserva del vuelo se me disparan todos los indicadores de alegría y emoción y adrenalina y noto un subidón increíble. Pero es algo puntual. A veces hasta me agobia un poco abrir la guía y ver todo lo que hay y quiero. Prefiero descubrir luego con calma, una vez allí.
Hablo en presente, pero hace año y medio que no viajo. Y no me refiero a grandes trayectos o distancias, no. Me refiero a que en el último año y medio no he salido de la línea que marca la distancia entre mi casa y la de mis padres, 22,8 kilómetros, según Google Maps. He estado en lugares por el camino, pero por alguna extraña razón no he ido más allá en ninguna dirección.
Mi cerebro enfermo tuvo en algún momento la tentación de proponerse como reto ver si soy capaz de llegar a los dos años sin salir de la línea. Luego iría saliendo al mundo recorriendo los últimos lugares en los que estuve antes de todo. Pontevedra, el último fin de semana antes del estado de alarma (ahora ya lo puedo contar como viaje); Oporto en febrero de 2020; Londres en diciembre de 2019 (un viaje concebido como «para decir adiós antes del Brexit»); Los Ángeles en noviembre de 2019, aunque este ya no lo recrearía porque la empresa que me lo pagó me despidió con la pandemia.
Siento que soy la única persona que se ha mantenido tan estática todo este tiempo, pero sé también que no es cierto. Vosotros que me leéis seguro que os habéis movido más y quizá sea en ese mundo que era el mío en el que me siento rara. Lo que me mantiene en esta carretera de mi área sanitaria no es el miedo al virus —aunque aprovecho para decir que si conocéis a alguien que aún no hace cosas por miedo no presionéis, cada cual tiene sus tiempos—, sino porque cuando la gente empezó a viajar el verano pasado yo apenas podía dar dos pasos.
Luego vinieron el invierno y la primavera de las olas. Luego este verano con planes médicos no fijados pero sí en el aire que me ataron un poco. Ya doy más de dos pasos, me atrevería a decir que incluso más que cuando fui a Pontevedra o a Oporto, pero yo soy solo capaz de probar mi estado real si estoy fuera. Pero sigo sin viajes en el horizonte porque dentro de dos semanas estaré sin linfocitos.
Sin embargo, como señal de que no voy a cumplir esos dos años que a veces como una idiota quiero hacer, en las últimas semanas me he encontrado navegando por Booking. Y, mientras miraba alojamientos en el Portugal más cercano sabiendo que hasta dentro de mínimo un par de meses no voy a hacer nada, sentí esa punzada de placer al imaginarme en otros lugares en el futuro y no solo en el pasado que me hizo recordar el estudio de los planes de viajes y la anticipación. Y esa colletilla que se pone después: planear un viaje hace feliz, aunque luego no vayas a ningún sitio.
En mis meses de rehabilitación, durante un tiempo vino a terapia ocupacional una señora que un día en el que varios comentamos con sorpresa que teníamos todos 36 años, dijo que ella había nacido en el 36. Era de cerca de casa de mis padres, quizá ya solo a 20 km de Vigo. Nos contó que la segunda vez en su vida que había ido a Vigo había sido a los 18 años, para embarcar en la Estación Marítima y emigrar a Uruguay. La primera vez había sido poco antes, para hacerse el pasaporte.
Pienso en ella y en cómo cambian nuestras expectativas y necesidades de movimiento (y cómo son distintas según nuestras burbujas) y pienso en esto que escribió Debbie hace un par de años sobre el lujo de quedarnos quietos. Si alguien me hubiera dicho hace dos años que iba a estar tanto tiempo sin salir de este pequeño lugar del mapa, me hubiese reído en su cara. Pero creo que lo que más me sorprende es estar tranquila. Ya volveré al mundo, pero como lo hago todo siempre: sin prisa.