La dichosa empatía
Hace unas semanas se hizo viral una carta a la directora de El País titulada Ya no hay empatía. Era un textito triste y bonito en el que el autor contaba que hacía un año que había muerto su mujer, recordaba lo maravillosa que era y, al final, decía que se había pasado este último año llorando por todas las esquinas y que nadie se había acercado a preguntarle qué le pasaba. La carta fue tan compartida que en el periódico acabaron contactando con él, Pedro González, para una entrevista.
La empatía es un tema en el que pienso mucho y sobre el que tengo una opinión muy clara que nunca sé bien cómo expresar sin que se entienda mal. Mi problema es un pequeño resorte interno que se activa cada vez que escucho o leo a alguien decir que lo que hace falta es más empatía. Estoy de acuerdo, por supuesto, pero siempre pienso también que cuando lo decimos o escribimos o asentimos convencidas al leerlo o escucharlo nos estamos olvidando de serlo.
Si lo decimos, escribimos o asentimos es porque lo hemos vivido, claro. Nuestro cerebro saca su libro de afrentas personales y repasa todas esas veces que nos hemos sentido solas y poco comprendidas, esas veces en las que alguien no pensó que éramos una persona y dijo o hizo algo que nos provocó un agujerito en el alma. O, como en el caso de Pedro González, las ocasiones en las que pasaron de largo y ese agujero se fue agrandando. Cómo no asentir.
Hace falta más empatía y, sin embargo, no conozco a nadie que no se considere una persona empática. A todos nos gusta creer que no vamos por el mundo arrasando a los demás, que nos intentamos fijar y comprender, que hemos funcionado como oasis en los desiertos de otras personas, de forma consciente o no. Pero también creo que todos somos capaces de recordar situaciones en las que no extendimos la mano o directamente la escondimos. Y supongo que sabemos que no siempre nos hemos dado cuenta de las necesidades ajenas y que somos la persona en la que alguien piensa cuando dice lo de que ya no hay empatía.
Cuando estaba empezando a escribir La señora Dalloway, Virginia Woolf describió en su diario una nueva técnica que estaba utilizando para crear a sus personajes: «excavo bonitas cuevas detrás de los personajes; creo que eso da exactamente lo que quiero: humanidad, humor, profundidad. La idea es que las cuevas se conecten y que cada una salga a la luz del día en el momento presente» (escribí sobre esto aquí). Creo que la empatía consiste no tanto en ponerse en el lugar del otro como en reconocer que ese otro también tiene su cueva. A veces transitamos por lugares luminosos cercanos a la superficie; otras, estamos tan metidas en los pasadizos más profundos que no nos damos cuenta de que a nuestro lado hay un hombre llorando a su mujer.
La situación que describe él es distinta, claro. No puede ser que nadie nunca se haya dado cuenta. Muchos irían absortos en sus móviles, otros en sus profundidades, pero supongo que muchos otros lo vieron y no hicieron nada. Ahí diría que entra un cierto pudor, esa duda de si a esa persona que vemos llorar le gustará que nos acerquemos, la incomodidad de ver algo tan íntimo que nos deja sin saber cómo actuar, ese pasar de largo sintiéndote mal y mil y una reflexiones sobre el mundo individualista en el que vivimos que hace que dudemos si es lo correcto mostrar cierta humanidad e interés .
En una estantería de una de las estancias más profundas de mi cueva está mi libro de afrentas, ese que desempolvo cada vez que alguien me arrasa al pasar de largo o cada vez que asiento enérgicamente cuando alguien dice que no hay empatía. Pero intento también recordar que todas esas personas —casi siempre desconocidas— a las que he puesto en la lista negra seguramente tengan sus cuevas y que el fatídico día en el que nos cruzamos debían de estar muy lejos de la superficie. Guardo también otro libro con ejemplos que servirían para exclamar que hay muchísima empatía y que el mundo está lleno de personas maravillosas (porque de lo que se trata es de generalizar, ¿no?).
La señora polaca que me dejó złotys para ir al baño en un bar de carretera en mitad de Polonia cuando yo solo tenía coronas checas. La pareja que me dio una barrita energética y un poco de agua cuando me mareé en la cola de inmigración del aeropuerto de Ciudad de México. El corro de personas que me rodeó ofreciéndome manos y agua un día que me caí de la bici en Viena por hacer algo que no debía. La chica que me dio un ibuprofeno y me dejó ir a echarme a su tienda de campaña cuando me empezó a doler mucho la cabeza en el Sziget. Todas las manos que me han ayudado a levantarme del suelo cada vez que tropiezo (sé que mucha gente ha tenido la experiencia de caerse y que hayan pasado de largo, pero a mí nunca, nunca me ha pasado). La lista es más larga e incluye también a gente conocida, claro, pero me da algo de vergüenza publicarla aquí.
Más que empatía, creo que lo que falta es un mundo que nos permita parar y observar, prestar atención a lo que nos rodea y cuidarnos los unos a los otros. Y un mundo en el que si detectamos esa vulnerabilidad ajena no nos sintamos mal acercándonos y preguntando (no todo el mundo lo hará: tenemos personalidades distintas y no pasa nada; además, habrá quien se muera de vergüenza si alguien se acerca a preguntar por qué llora). Pero sí hay algo extraño en que sintamos que no tenemos derecho a preocuparnos por alguien a quien no conocemos o a quien conocemos poco.
También hay gente mala y poco empática, no os creáis. Pero creo que son una minoría.