La alegría de la multitud
Seguro que es mentira, pero recuerdo solo dos momentos de mi vida en los que me sentí agobiada por una multitud. Uno fue en Benicàssim en el año 2002, cuando decidí irme del concierto de Radiohead por razones que no vienen al caso (losfansnomecaísteisbien) y sentí que la masa de gente de la que yo intentaba salir no se acababa nunca. Otro fue en Viena en un concierto de The Dodos al que fui casi recién salida del hospital (este detalle mi acompañante no lo sabía ni lo supo hasta mucho más tarde), cuando me empecé a marear y tuve que salir de la sala principal del Chelsea y ver el final desde una tele en el bar.
Que los dos ejemplos hayan sido en conciertos no debería hacer que nadie saque conclusiones precipitadas. Está el componente emocional que hace que lo recordemos todo más y mejor, y está el simple hecho de que mis estancias en multitudes casi siempre han sido con un escenario delante. Manifestaciones, sí, visitas a lugares muy turísticos, también, pero muchos más conciertos.
Es, además, mi multitud favorita y la única que echo de menos. No cualquier multitud y no cualquier concierto, claro. En la multitud que añoro tiene que haber fans (aunque sean de Radiohead) y esa magia que no siempre se da de comunión total y felicidad compartida. De pronto, somos parte de una masa que se mece y canta y a veces ruge. La situación ideal tiene también a un grupo o artista del que una es especialmente fan en el escenario, pero no es imprescindible. A veces, la alegría de los que sí son fans se contagia con facilidad. Ver a gente feliz hace que se me hinche un poco el pecho, lleno de aire y serpentinas.
Fue así como me hice un poco fan de Los Planetas, a quienes había decidido tener manía. En un concierto en la Quintana, en Santiago, recuerdo ver a un grupo de fans cantándose las canciones los unos a los otros y abrazándose y, en definitiva, siendo felices en su entusiasmo compartido. En otra ocasión, en el Sziget, Ben L'Oncle Soul nos convirtió a su religión en el acto bajo el sol de las 5 de la tarde. Yo no sé si había fans antes, pero sí que salimos todos cansados y contentos y con un nuevo nombre grabado en el cerebro.
También hay magia en esos «momentos karaoke» que muchos desprecian pero que la ciencia avala. Saberse una canción, cantarla o gritarla, que mucha gente también lo haga contigo. Y bien es cierto que esto puede ser desagradable si no eres fan y lo que más escuchas es a algún entusiasta y desafinado borracho desentonando en tu oído (mi trauma con Sonic Youth, a los que nunca daré una oportunidad por culpa de aquel fan que a lo mejor he sido yo en otro concierto), pero cuando funciona, cuando todos cantamos, qué experiencia surrealista y especial. (Este vídeo de gente cantando Dancing on my Own —la canción solitaria más colectiva— en el metro después de un concierto de Robyn siempre me pone la piel de gallina).
El contrario, la multitud en silencio, también emociona. Pienso únicamente en Leonard Cohen y aquel concierto en Santiago y la música de las estrellas.
Y a veces hay solo un estado de ánimo compartido muy difícil de explicar. Pulp en el Primavera Sound de 2011. La multitud agobió un momento y nos retiramos a la octava fila, pero lo de después fue tan intenso que me dejó temblando todo el verano.
Y, cómo no, los conciertos de Belle and Sebastian y las invasiones de escenarios. Todo este texto está inspirado por recordar que hace justo un año los vi en Burdeos.
Los sustitutos mientras no nos vemos
Pienso a veces en cómo recordaremos el confinamiento. El primero, que por ser algo tan global y tan nuevo será siempre a lo que volvamos. Más allá de las videollamadas y esa sensación extraña cuando teníamos que salir a la calle, mi confinamiento estuvo definido por actividades colectivas a distancia. Los sábados en los que Jarvis Cocker hacía un directo en Instagram pinchando desde el salón de su casa, con todos sus fallos técnicos y a veces bailes y siempre temazos que lograban que acabase bailando house sin darme cuenta. Pensaba con Sabe, que también asistía desde Karlsruhe, en lo exclusivo de aquello, en lo que habríamos tenido que pagar “en la vida real” para asistir todas las semanas a una discoteca con Jarvis de dj.
Las listening parties de Tim Burgess en Twitter, que dejé de hacer cuando su calendario se llenó demasiado y me empezó a agobiar pero de las que siempre recordaré escuchar The Soft Bulletin de los Flaming Lips y descubrir con todos los otros asistentes a la fiesta virtual que era un disco que se ajustaba demasiado a la situación actual. Las sesiones de meditación de Stuart en Facebook todos los jueves, a una hora tan mala (las 14:30) que solo he llegado a hacer un par en directo.
En todas estas situaciones, desde la soledad de mi casa, he notado ese acompañamiento de los conciertos, ese sentir que somos mucha gente haciendo lo mismo al mismo tiempo, aunque no nos veamos ni toquemos ni olamos. Una especie de comunión espiritual que llega también a través del éter virtual y que supongo que es similar a lo que siente la gente religiosa o la que va a estadios de fútbol. A los que no creemos en la religión tradicional ni en la deportiva nos quedan Jarvis y Tim y Stuart (que espero que no funde nunca una secta cristianobudista —su tendencia—, porque qué peligro). Pero qué maravilla que sean ellos quienes nos unan en la distancia y nos guíen hacia el éxtasis pandemicomusical.