Éxtasis e imanes
Uno de mis recuerdos favoritos de viaje es de cuando estuve en Argentina en 2014. En Iguazú, hicimos lo típico de ir un día por Argentina y otro por Brasil. El primer día nos habíamos empapado y el segundo una de nosotras (éramos cuatro) amaneció enferma. Se quedó en casa con otra de nosotras haciendo de enfermera, así que solo dos fuimos al lado brasileño. Ese recuerdo que a veces asalta mi cabeza es de ese día.
Una de las pasarelas baja hasta el río y te acerca a la catarata. Era julio, invierno, y las cataratas habían estado cerradas unos días antes por inundación, así que el agua bajaba con una intensidad y volumen casi aterradores. En mi recuerdo, voy caminando hacia el centro de la pasarela y cayendo en una especie de embrujo mientras el ruido atronador del agua y las miles de gotas que salen disparadas hacia mí me atrapan. De pronto, una mano en la espalda o una voz: mi amiga da la vuelta, se está agobiando mucho. Y yo allí, en pleno éxtasis, me pregunto cómo podemos los seres humanos ser tan distintos.
No sé cuánto estuve en la plataforma que es el punto más cercano al salto de agua. En mi diario de viajes solo escribí que creía que ese ambiente de agua me debía de haber colocado un poco porque había estado allí un rato en estado de éxtasis aunque me estaba empapando. Ahora a veces pienso que mezclé toda esa emoción con el hecho de estar sola y con la improbabilidad de haber sido la única que había llegado hasta ahí. Si me hubiesen preguntado al principio del viaje —de cualquier viaje— quién creía que iba a ser la primera baja si las había, hubiese levantado la mano.
Recuerdo también que al llegar a la pasarela casi ni tuve ya elección. Claro que tenía que ir hasta el centro. La plataforma era un imán y yo solo me dejaba llevar. Dar la vuelta no se me pasó por la cabeza y ni siquiera que toda esa agua pudiese agobiar (y esto os lo dice alguien que si está diez segundos en un baño de vapor se marea y si no sale puede llegar a desmayarse). La mano en la espalda fue casi algo lejano, alguien que te saca de tu ensoñación, una voz desde otro mundo aunque quien estaba en ese otro mundo era yo.
Ese imán lo he notado más veces. Normalmente son escenarios que me obligan a acercarme aunque quien toca no me interese demasiado, aunque mis piernas estén ya a punto de decir «hasta aquí» (curiosamente, ese imán les da también una energía inesperada, como si desbloqueara una vida extra en un videojuego). Son también, en un ámbito más cotidiano y con menos adrenalina, puestas de sol mientras voy de Vigo a Borreiros o viceversa que hacen que pare el coche en la playa y salga a hacer fotos o respirar el aire salado y preguntarme cómo puede ser que todo sea tan bonito (suele haber un pequeño éxtasis también). Es incluso un rayo de sol en el sofá en estos días en los que vuelve a entrar por mi ventana después de tantos meses. Veo el sol ahí y me desplazo.
De Iguaçu recuerdo también pensar en cómo nos alegra empaparnos cuando no interfiere con nuestra vida y nuestros planes. Cuando estamos de viaje y es una cascada y no lluvia que nos fastidiará la jornada. O, en casa, cuando aparece una tormenta inesperada y nos rendimos: si estamos ya camino a casa, donde nos podremos cambiar de ropa, cerrar el paraguas y empaparse es hasta divertido.
En mi agosto en Berlín solía decir que no entendía el cielo. En al menos dos ocasiones recuerdo empaparme en bici: una vez, yendo a casa de Carolina. Miré el cielo y pensé que no iba a llover, así que salí. En un minuto, estaba empapada. Dejé la bici y cogí el metro y Carolina me tuvo que dejar ropa al llegar a su casa. Otra vez, en un paseo en bici por un bosque, nos volvió a pasar. En casa, pensaba siempre, en mi cielo conocido, la lluvia no me pilla por sorpresa. En ambas ocasiones lo pasé muy bien y me reí mucho y son esos detalles que recuerdo de un mes lleno de pinceladas no siempre nítidas.
A veces, cuando estoy en plan refunfuñón porque hace mal tiempo (este 2022 de sol no ha pasado mucho), intento trasladarme a ese estado mental en el que me rindo y sucumbo. No siempre es posible, claro. Con cierta frecuencia me insulto a mí misma por solo planteármelo y me invito amablemente a irme a la mierda y dejar a mi yo refunfuñón fruncir el ceño y odiarlo todo y a todo el mundo. Pero en otras ocasiones cierro el paraguas y me pongo la capucha y a través de los cristales llenos de gotitas de mis gafas me río un poco de toda la situación y de la gente que avanza enfadada por la calle. Y no hay un imán ni hay éxtasis de ningún tipo, pero sí una frente menos arrugada y algo más de alegría.
Siempre que no sea lluvia gris y constante cuando estás de viaje, claro. Ahí no hay cambio de perspectiva que valga. A cambio, hablarás mucho de ese viaje horrible cuando vuelvas.