Hacerse fotos con famosos (en defensa de ser fan)
Uno de mis rituales de inicio de curso cuando estaba en el instituto era la creación de mi carpeta. Me armaba con tijeras, pegamento y revistas de música, y pasaba una tarde recortando y pegando nombres y fotos de grupos musicales. Seguro que hay algún estudio sobre cómo en la adolescencia las carpetas sirven como una especie de anuncio de identidad: «esta soy yo», decía ese collage, aunque siempre había nombres que no me representaban demasiado. En cierto modo, supongo que buscaba también que alguien viese mi pequeña obra de arte y se reconociese y me dijese «yo también» y fuésemos amigos para siempre.
Mis carpetas personalizadas llegaron a la universidad, donde me llamaba la atención ver muchas menos. A mí las carpetas que daba la propia universidad, con sus logos feos y a veces incluso el patrocinio de un banco, me parecían horribles y continuar haciendo gala de mi fanatismo y mis gustos musicales me parecía la única opción atractiva. Tiempo después, me enteré de que el hermano de una de mis amigas universitarias me llamaba «la fan». Como era cierto no me importaba, aunque todo a mi alrededor parecía decirme que ser muy fan de algo tan tonto como un grupo musical —y llevar sus fotos en la carpeta— era cosa de adolescentes y, por lo tanto, malo.
Hace no mucho, al borde del apocalipsis pandémico, contándole a un amigo que viajaba bastante persiguiendo a Belle and Sebastian, me preguntó si era un poco groupie de ellos. Le dije que no, claro, que lo de ser groupie tiene unas connotaciones que me quedan lejos teniendo en cuenta que solo he conocido en persona y muy brevemente a uno de ellos. Soy solo fan. Muy fan, quizás. «Fan fatale», digo cuando me siento graciosilla.
Pero en realidad yo no venía a hablar de esta identificación como fan a mis 37 años*, sino de un derivado que me llevó a pensar en todo esto. El otro día, fantaseando con el día en el que por fin conozca a Stuart Murdoch (cada cual ocupa su mente con lo que le parece, no me juzguéis), me pregunté por qué iba a querer una foto con él. Es algo que me pregunto a menudo, en realidad. De casi cada encuentro con un ídolo (tengo unos cuantos) he salido con una foto y nunca sé bien justificar esa necesidad que tengo desde antes de las redes sociales. Hasta que el otro día lo entendí.
De todas las fotos que tengo con musiquistas, hay una que se eleva por encima del resto. Es la más importante y dudo que deje de serlo algún día. Ni Stuart ni Neil ni Conor —mis tres grandes encuentros pendientes— lograrán superarla.
Como sabe cualquiera que me conozca un poco, a los 13 años escuché una canción en la radio y decidí comprarme ese disco. Tengo grabadísimo el momento de la primera escucha y de cómo de pronto sentí eso que hasta entonces había fingido un poco: las canciones creando un montón de sensaciones placenteras en mi cerebro. Desde ese momento, tuve un grupo favorito que se convirtió en obsesión durante toda la adolescencia.
Duré mucho, pero poco a poco dejé de ser fan de ellos. Sin embargo, el cariño y la necesidad de salir en su defensa cada vez que alguien los criticaba siguieron ahí. También mi compromiso con ir a verlos siempre que tocasen por aquí, conciertos en los que volvía de nuevo a ese estado de fanatismo adolescente. En uno de esos conciertos, al que fui sola, alguien que conocía mi historia me dijo por dónde iban a salir. Me acerqué al callejón en cuestión y en unos minutos aparecieron.
Mi yo adolescente hubiese odiado el encuentro. Mi yo del momento (29 años, creo) fue muy feliz. Creo que el truco fue esa distancia que ya tenía con ellos, combinado con el hecho de que seguía algo enamorada y, sobre todo, ser plenamente consciente de mi condición de fan. Entre risitas y emoción les dije que los escuchaba desde los 13 años y que si nos hacíamos una foto. Creo que de más joven hubiese querido más —¡hacerme su amiga!—, pero en ese momento lo único que perseguía era esa cercanía fugaz y la imagen. Volví a la casa en la que dormía parando cada dos minutos para ver la foto, que me hacía reírme un montón. Casi diez años después, el efecto de la foto es el mismo.
Me gusta porque me veo pequeñita y protegida, un poco lo que hicieron de forma muy indirecta conmigo cuando yo era adolescente. Me gusta estar tan arropada y que estemos todos tan divertidos, ellos de buen humor tras el concierto y supongo que por la gracia de tener aún fans así y yo porque, oh, si mi yo de 14 años viera esto. Me gusta porque me dije que ya no me importaban y claramente no era (ni es) verdad.
Una o dos veces al año me acuerdo de ellos y rastreo internet en busca de noticias sobre su vida actual. Aún existen como grupo, llenan salas de gente nostálgica en el Reino Unido y ya pasan de sacar discos. Yo lo busco en particular a él, a Simon, por quien estoy preocupada desde hace unos 15 años. A veces encuentro entrevistas en periódicos locales o vídeos perdidos por YouTube y me hace muy feliz ver que es un señor que parece buena persona.
En una entrevista hace unos años —me llegó tanto al alma que creo que fue ahí cuando me reenamoré un poco— contaba que había vendido lo último que le quedaba de su pasado de estrella del rock (del folk-rock, diría él), un coche deportivo, porque a sus padres les costaba entrar y salir de él. Vive en el pueblo de Shakespeare desde hace cinco mil años con su pareja, Robert, que ya era su pareja cuando los tabloides lo sacaron del armario en los noventa (lo que por cierto hizo que Robert se estrellase con el coche porque nadie en sus familias lo sabía). Le gusta ir al pub por las mañanas y leer el periódico y hacer el crucigrama. Durante la pandemia, se dedicó bastante a hacer recados para ayudar a sus vecinos. A veces suelta chistecillos de los que solo se ríe él un poco para sus adentros. Cada vez que alguien comenta algo sobre él en las redes sociales del grupo, es siempre que es un lovely chap. Me lo imagino en el pub local, con sus gafas de leer y su pinta de cerveza, y calándose bien la boina antes de salir a pasear por los caminos de Stratford-upon-Avon.
De pequeña me preocupaba muchísimo que con la edad me atrapase el cinismo y que de pronto todas esas cosas que me importaban tanto, OCS y Belle and Sebastian, pasaran a parecerme tonterías. Sobre todo que me pareciese una tontería sentir tantas cosas por alguien que ni me conoce. Ahora me gustaría viajar a ese momento en el que compré el disco y decirle a mi yo de 13 años: «Ya verás qué viaje te espera. Lo pasarás mal con los conciertos a los que no puedas ir y cuando Damon se vaya del grupo —perdón por el espóiler— y te sentirás un poco incomprendida cuando digas su absurdo nombre y nadie sepa quiénes son. Pero el resto serán solo alegrías. Sumérgete en el fanatismo y no mires atrás».
Ser fan es bonito y es divertido, incluso cuando ya solo quedan restos. Es una extraña forma de querer a desconocidos que le recomiendo a todo el mundo.
***
Si sois capaces de entenderlo entre las risas del público y el fan borracho que grita títulos de canciones, aquí Simon cuenta la batallita de cuando rechazó a una spice girl (Mel B). Después canta Village Life, muy sobre esa vida rural en un lugar pequeñito.
*Parece que al final sí venía a hablar de eso.