El pasado cada vez más cerca
Una de las cosas que he ido notando conforme me he ido haciendo mayor es que el tiempo se contrae. Y no solo en el típico «los años pasan cada vez más rápido», que también, sino en un sentido inesperado. Yo ya sabía que la vida se iba acelerando, pero nunca me había planteado que eso fuese a pasar también con el pasado. Que, en vez de verlo cada vez más lejos, lo lógico si pensamos en el tiempo como algo lineal que avanza hacia el futuro, esa contracción iba a funcionar también hacia atrás y acercarme a lo que siempre me había parecido remoto.
Recuerdo, por ejemplo, a mis padres diciéndonos a mi hermana y a mí en más de una ocasión que la dictadura había sido ayer, que había cosas que no podíamos dar por sentadas y seguras. A mí, por supuesto, ese ayer me parecía la prehistoria —es mi prehistoria, al fin y al cabo—, algo que había ocurrido igual que ocurrieron los romanos y antes los dinosaurios. Aunque yo tuviese ya más años que los que llevaba muerto Franco cuando nací, me resultaba complicado no ver un universo casi infinito entre ese ayer y el mío propio. Ahora pienso que esos años (ocho y unos meses) son menos que los que llevo en este piso y son menos también que los que tiene Ziggy y me atraganto con mi propia saliva al darme cuenta de esa cercanía que siempre sentí tan alejada.
Me pasa también con otros grandes acontecimientos del siglo XX. Quizá por vivir tan cerca de lo que le estaba pasando a Virginia Woolf hace cien años (¡justo ahora debía de estar inmersa en una mudanza!), a veces me acuerdo de que en ese momento la primera guerra mundial aún era la gran guerra. Aún falta mucho para que empiece la segunda: pensad en lo cercano que sentís el año 2039. Pensad ahora en que hace cien años todavía faltaba esa enormidad de tiempo hasta que empezara la segunda guerra mundial. Más cercano a lo que pasó aquí, 2036 también parece perdido aún en las brumas de un futuro remoto.
Estas nuevas perspectivas me abruman y me asustan, pero también me dan cosas buenas. Me sorprende algo menos lo moderna que era la gente del pasado, porque un siglo es en realidad muy poquito tiempo (sin dejar de ser, a la vez, todo un siglo), y me zambullo en clásicos con un interés renovado. Claro que el mundo era otro; también lo era cuando nací y lo era cuando hace poco más de diez años aún no vivíamos enganchados a un smartphone. A la vez, era un poco el mismo, y esto es tanto bueno como malo.
En el plano personal, la contracción del pasado es más extraña y menos regular. Recuerdo que durante mucho tiempo di por hecho que entre mis estancias en Praga y en Viena habían pasado mil años. En realidad, fueron solo tres, que es algo que me sigue sorprendiendo porque sigo creyendo que Viena está más cerca de mi presente que de la época checa. Un día, hace unos meses (o quizá hace unos años), borrando correos electrónicos para evitar pagarle a Google, leí un email que había escrito en algún momento del pasado. Y no recuerdo ahora los detalles, pero me refería a algo que hacía mil siglos que no hacía; habían pasado solo un par de años. Ya se sabe, una eternidad.
En estas reflexiones sobre el tiempo siempre acabo sintiéndome muy joven, en realidad. Me imagino a gente mayor que yo leyendo esto y pensando «pf, menudo descubrimiento», un poco como cuando leo a algún muchacho o muchacha en ya-no-Twitter contar como gran novedad algo que todos los que llevamos más tiempo existiendo hace mucho que sabemos.
Esa contracción del pasado que me abruma y me asusta también me genera expectativas. Me pregunto si algún día me acercaré tanto a Virginia Woolf que podré tocarle la punta de los dedos. Los imagino fríos, congelados ya antes de llegar al agua. Pero quizá el tiempo vuelva a hacer alguna extraña jugada con su elasticidad y me catapulte hacia algún otro lugar.
(Curiosamente, a los Beatles los siento muchísimo más lejanos).