Recordarme a los nueve años
A veces, cuando no sé qué pódcast escuchar, busco en Spotify nombres de personas que me interesan. Esas personas son muchas veces las autoras del libro que sea que esté leyendo y la búsqueda me lleva a entrevistas que suelen ser interesantes porque son largas y, en muchas ocasiones, centradas en algo muy específico. Ayer busqué a Miriam Toews y la escuché hablar sobre su libro Fight Night (o No dejar que se apague el fuego, traducido por Julia Osuna Aguilar). No lo he leído y no es el que estoy leyendo, pero me quedé a escuchar.
El libro, descubrí, está narrado por Swiv, una niña de nueve años, y el entrevistador le preguntaba a Toews cómo había hecho para encontrar esa voz sin caer en la excesiva infantilización ni en que la protagonista hablara como un personaje de Dawson crece (este ejemplo es mío). Su respuesta fue rápida: «me tuve que recordar a mí misma con nueve años». Yo pensé que no me recuerdo con esa edad. Es decir, ¿es posible hacerlo?
Puedo ver fotos y por la fecha saber que tenía nueve años, y recordar cosas de ese día o incluso de esa época, pero me cuesta verme a mí. Es decir, ¿quién era? ¿en qué pensaba más? Soy capaz de intuir e incluso asegurar ciertas preocupaciones y sensaciones, pero me cuesta dibujarme con nitidez. También sospecho que, aunque me recordara de forma clara, no podría garantizar que son los nueve años y no los ocho o los diez, épocas que ahora nos pueden parecer la misma pero que en su momento nos hubiese parecido un sacrilegio confundir. (¿Me estoy recordando ofendida por mayores que creen que soy la misma a los nueve que a los ocho? Perdón, Ana de nueve años, por la foto que he puesto).
Pensé también en ese momento clave de Las vírgenes suicidas en el que el médico le pregunta a la pequeña por qué se ha intentado suicidar y ella le contesta que es evidente él no ha sido nunca una niña de trece años. Lo leí en noviembre 2006 (gracias, Ana del pasado que ese año empezó un diario de lecturas). No sé si en ese momento aún era capaz de recordar mis trece años, pero sí sé que me sonreí y que, si yo hubiese sido de subrayar, eso estaría subrayado. Por otra parte, aunque ahora no me recuerde con trece años, tengo claro que no querría volver nunca.
¿Era a los veintidós, cuando empecé ese diario, la misma persona que a los nueve y a los trece o que ahora? Leo esas anotaciones y me reconozco en mi yo de veintipocos, con lo que quiero decir que sé que eso lo escribí yo, que me veo saludar desde el papel, y que encajo perfectamente en esos trazos de mi letra de adulta. Quiero releer muchos de esos libros e intuyo, pese a lo que siempre se dice, que de muchos pensaría lo mismo: me quedaría igual de fascinada y tendría momentos intensitos que intentaría disimular. Mi minirreseña sería diferente y tendría nuevas opiniones por eso de las gafas violetas, sí, pero creo que en esencia seguiría sintiendo lo mismo, con matices, con pequeñas modificaciones, con detalles en los que me he ido dibujando estos años.
Llevo escribiendo cosas en libretas y cuadernos desde algo antes de la adolescencia, aunque nunca muy a menudo. Un día, hace un tiempo, me di cuenta de que había un momento —creo que hacia los veinte o así— en el que había un clic y de pronto todo encajaba. Es decir: de pronto me reconocía en quien había escrito esas cosas y no me daba la vergüenza ajena como todo lo escrito antes (aunque imagino que una parte importante de esa vergüenza viene de recordar y saber que sí, que eso lo escribí yo; no es vergüenza ajena, es una vergüenza muy propia). Por supuesto que en todo este tiempo ha habido una evolución y que si leo algo escrito a los veinticinco puedo perfectamente opinar que qué tonta e ingenua (aunque no lo suelo hacer porque lo que me parece tonto e ingenuo es criticar la juventud), pero me veo perfectamente, de un modo nítido y claro, y es un poco como mirarme en el espejo aunque no siempre lo quiera admitir.
A los nueve años estoy borrosa, pero siempre pienso que las esencias ya están, o que la mía, al menos, ya estaba y que no la he cambiado demasiado. Me gustaría saber cuándo hacemos ese clic en el que de pronto nos reconocemos, qué nos lleva a ser quienes somos y seguir siéndolo años después. O si dentro de tres décadas leeré esto y sentiré esa vergüenza que diré que es ajena.