El océano de la amistad
El primer shock cultural que recuerdo al pasar de parvulitos, en una escuela unitaria en la que en mi curso éramos ocho, al colegio, donde ya éramos unos veinte, fue la aparición de la condena al ostracismo social a algunas niñas cuando una de sus amigas —y, detrás, el grupo— decidía que ya no le hablaba (hablo en femenino porque son los ejemplos que recuerdo, no sé cómo funcionaba entre niños). Ese «ya no te hablo» siempre me llamó muchísimo la atención porque no lo entendía muy bien. Creo que a mí nunca nadie dejó de hablarme, pero el miedo a esa condena —aleatoria y siempre temporal, pero supongo que eterna para quien la sufría— siempre estaba ahí.
Como era una herramienta que no entendía, tampoco la utilicé nunca. Diría que en el colegio y en el instituto funcioné como Suiza, siempre neutral, si no fuese porque la neutralidad de Suiza incluye a nazis en un lado y ser neutral ahí no está bien. En las peleas de instituto lo que había sobre todo eran malentendidos y pocas ganas de entender al otro (que no era nazi, insisto). Mi labor mediadora consistía en preguntar en un lado y otro el porqué del enfado e intentar que no se notase del todo que a mí me parecía una tontería que me desesperaba un poco. En realidad, todo seguía casi siempre el mismo patrón: alguien hacía algo que a otra persona le parecía mal. No solo le parecía mal, sino que estaba convencida de que lo habían hecho para fastidiarla a ella. Se enfadaba. En muy pocas ocasiones llegaba a hablar con la pobre persona ofensora y ahora villanizada.
Hablo de peleas de cole e instituto porque afortunadamente eso quedó atrás en la universidad. En general, mi actitud hacia los enfados siempre ha sido la misma: no vale la pena. Si es alguien que no es demasiado cercano, pues para qué enfadarse. Si es alguien muy cercano, ¿no es mejor hablarlo y solucionarlo? Porque normalmente cuando alguien nos hace daño es sin darse cuenta.
La figura del examigo me resulta también muy curiosa. Hay gente con la que he tenido una relación muy cercana que ahora están en otro punto de la pirámide, quizá muy lejos. Pero nunca les pondría el ex delante. La distancia ha llegado por la vida y las circunstancias, por crecer y dejar de estar en ese punto exacto en el que todo encajaba. Pero no pasa nada. El cariño sigue existiendo, incluso si luego quedamos y no tenemos nada de que hablar ni nada en común. Aunque diría que en general, sobre todo con los amigos a los que llegué más de adulta o en la adolescencia tardía, los reencuentros están más llenos de alegría y de retomar donde nos dejamos que de extrañeza ante esa persona que está delante (porque nos hicimos amigos ya con cosas en común y no solo porque coincidíamos en clase).
A veces me enfado o me molesta algo que hace algún amigo. Mi filosofía ha sido siempre o bien decirlo o bien gestionarme yo el enfado. Intentar entender por qué me he enfadado o por qué me ha parecido algo mal. Casi siempre opto por la opción de la autogestión por eso de rehuir el conflicto y porque suelo descubrir que mi molestia tiene más que ver conmigo misma que con la otra persona. Y bueno, enseguida se me pasa porque la vida es más interesante y bonita con las personas que he escogido para que sean mis amigas que sin ellas.
En mis años de mediación estupefacta de conflictos en el cole y el instituto, siempre me preguntaba cómo se aprendía a enfadarse así. Luego veía la tele y lo entendía: en muchas series y películas hay un momento en el que algunos personajes se enfadan. Como espectadora, me parecía —y me parece, ¿a quién se le ocurrió mantener a Rory y Lorelai o a Alicia y Kalinda enfadadas tanto tiempo?— muy frustrante. Ahí sí me enfado y me pregunto «pero ¿POR QUÉ NO HABLAN?» y me parece un giro barato de guion. En el instituto mi teoría era que lo que veía alrededor era una copia de lo que veían en series y no al revés.
Muchas veces, cuando exponía esta teoría de ir por la vida con tranquilidad y sin dejar cadáveres de amigos a mi paso, alguien me decía que es porque había tenido mucha suerte, porque la vida no me había dado palos, porque nunca me había topado con gente tóxica. Y claro que me he topado con ellos, con palos y con toxicidad, pero los he mirado con desconfianza y he seguido adelante.
Mi definición preferida de la amistad se la leí hace unos años a Caroline Donofrio: es como una marea que a veces nos acerca y a veces nos aleja. Y no pasa nada cuando nos aleja, porque algo nos mantiene unidos en esa distancia. A veces a alguno de esos amigos los pilla una corriente y los lleva a otro océano o se pierden a la deriva (podemos ser nosotros los desaparecidos para la otra persona también). Pero —perdonad esto, a veces las metáforas me atrapan como una ola y no puedo salir de ellas— igual que se han ido pueden volver de forma inesperada porque estamos en la misma masa de agua. En mi pequeño trozo de agua —paradme— no hay compuertas cerradas. Y, si las hay, siempre pueden volver a abrirse y dejar que en el caudal de agua que entra en cascada se cuele también algún amigo que creíamos en otro océano para siempre.
* (Todo esto suena a que me creo mejor que el resto y de verdad que no. Sé que hay gente con examigos a la que han hecho mucho daño. Creo que esto es solo una ventaja de tener una personalidad que no se vuelca a la primera, que observa mucho y da los pasitos de acercamiento a otra persona con mucha cautela. Para algunas cosas, claro, este exceso de celo es algo malo).