Querido verano: creo que me gustas (no se lo digas a nadie)
Escribo esto con la mano derecha aún un poco pringosa por haberme comido un paraguayo, lo que me dice que es verano. También me lo dice que esté bebiendo agua y no café, haber iniciado ya los meses de piernas al aire y que el ventilador esté en el suelo delante de la mesa y no escondido en el armario.
Me gusta y temo el verano a partes iguales. El calor me sienta mal, pero el sol me alegra. Este año, además, creo que tengo un poco de estrés postraumático por el verano pasado, cuando en los días de más calor acabé en el hospital. Sé que no fue culpa del calor, pero mi cerebro lo relaciona todo. Es bueno, en realidad, porque ahora me arrastro y me quejo, pero a la vez me maravillo de lo bien que estoy, de ser capaz de arrastrarme y de quejarme.
Este año sumo a esa relación ya algo tormentosa el temor a la gente embriagada de normalidad, que ya hace planes, que quiere compensar todo lo sacrificado estos últimos meses. A mí me agobia un poco todo ese movimiento y me agobia pensar en planes en general y me agobia pensar en una nueva vieja normalidad pasada de revoluciones. Porque es como me lo imagino todo al percibir esas ganas colectivas. Me veo ahí, como paralizada en medio de una calle llena de gente que camina muy rápido, y temo el atropello. (Claro que Belle and Sebastian ya han anunciado gira europea para abril de 2022 y de pronto soy una más de esa multitud emocionada).
Por supuesto, la realidad es distinta.
El sábado fui a cenar fuera. Para mí era la primera vez desde principios de 2020; para mis amigas había pasado más tiempo, porque en la prepandemia habían hecho cosas como tener bebés y estudiar oposiciones. En el camino, en coche, empezó a llover y pensamos en nuestra reserva en una terraza y Cris dijo que le daba igual, que si había que cenar bajo la lluvia, se hacía. (No lo dije, pero pensé en el triste sándwich que Lucía y yo nos tomamos una vez hace muchos años en Londres en un banquito, bajo la lluvia, sintiendo nuestra pobreza al ver el palacio de Buckingham justo delante). Afortunadamente, la terraza tenía toldo y buenas sombrillas y no nos mojamos. Además, paró de llover enseguida.
Creo que no me di cuenta de verdad de lo excepcional de eso que estábamos haciendo hasta que tuve el café delante. Yo nunca tomo café más allá de las seis de la tarde por eso de no tentar a la suerte del insomnio. Pero, si ceno fuera, siempre pido un café con leche después del postre. Me parece uno de esos grandes placeres de la vida y, hasta ahora, nunca me ha quitado el sueño. El sábado me supo a gloria. Y dormí muy bien.
Lo excepcional no fue solo la cena y ese café. Lo excepcional había sido una tarde de agua y diversión y tranquilidad y, sobre todo, la improvisación del plan nocturno. Cuando me desperté esa mañana no sabía que iba a cenar fuera; a la hora de comer tampoco. Fue el típico plan que surge una tarde de verano cuando lo estás pasando bien y hace buen tiempo y dices que está una noche perfecta para cenar en la playa y lo organizas todo rápido y alargas el día.
Creo que en parte echaba de menos ese espíritu de improvisación. Esos días en los que sales de casa a las dos de la tarde solo para comer y vuelves pasada la medianoche (por ocio y diversión, no por trabajo o imprevistos de los malos). La pandemia no tiene la culpa de todo, claro. Hacerse mayor y tener responsabilidades o cansancio por esas responsabilidades hace que esos días inesperados sean cada vez menos. Pero qué alegría cuando te los encuentras.
Hablo siempre de mi mala relación con el verano y con el calor, pero esos días inesperados y perfectos casi siempre han tenido lugar bajo el sol. Como aquel día que otra vez las tres (y muy, muy jóvenes), con Andrés, fuimos andando a una playa a través de un agua que cada vez cubría más y luego Neil Hannon le habló a mi teléfono e intentamos dormir en la playa pasando mucho frío hasta que en una incursión en la villa dos valientes exploradoras encontraron un bar lleno de gente con música de Los Planetas. (No echo de menos ese frío ni el sueño hasta el primer tren; es más esos días llenos en los que desconectas de forma inesperada. No, no digáis que lo que echo de menos es la juventud).
O, volviendo a la fruta con la que empecé esto, el día que mi jovencísimo compañero de piso durante aquel verano en Viena vino a mi habitación, donde yo sudaba muerta de calor mientras escribía noticias tecnológicas, con un cuenco lleno de trozos sandía de fría para mí. Y esto no tiene nada que ver con la improvisación ni con los planes que ofrecen un espejismo de normalidad, solo con el verano: creo que muchos de mis mejores recuerdos están atados a esta estación de la que siempre hablo tan mal.
Dicho esto: dejadme quejarme del calor cuando vuelva a subir la temperatura. O apareced en mi casa con sandía fría y un ofrecimiento para cenar en una terraza al lado del mar.