Apuntes sobre espeleología
El 30 de agosto de 1923, Virginia Woolf escribió en su diario que le gustaba el descubrimiento que había hecho escribiendo lo que dos años después sería La señora Dalloway: «excavo bonitas cuevas detrás de los personajes; creo que eso da exactamente lo que quiero: humanidad, humor, profundidad. La idea es que las cuevas se conecten y que cada una salga a la luz del día en el momento presente».
Como tengo la relectura del libro muy reciente, entiendo perfectamente lo que dice: en la novela los personajes se dedican a no hacer mucho (preparar una fiesta, dormitar en un banco en el parque, ir al médico arrastrado por tu mujer). En sus cabezas, sin embargo, viajan en el tiempo y recorren kilómetros y kilómetros. Sus cuevas son profundas y los llevan a un verano en la costa hace 30 años, a un reencuentro inminente, a la guerra en la que no pudieron salvar a un amigo. A veces se cruzan en la superficie; a veces, en las profundidades cavernosas.
Me enteré de lo de las cuevas esta semana porque estoy leyendo la biografía de Hermione Lee sobre Virginia Woolf (juro que tocó en el sorteo, no hice trampa). Esa misma noche, escribiendo en mi maltratado —por ignorado— diario y sin saber bien qué contar, me imaginé mi cueva e intenté seguir mis propios pasos por ella. ¿Adónde viajé hoy? ¿En qué, en quién, en cuándo, en dónde estuve? Estimados lectores, debo admitir que me resultó muy difícil.
Por supuesto, mi conclusión me llevó adonde casi siempre: la culpa es del móvil. También del trabajo y del capitalismo, claro. Pero sobre todo del móvil, de Internet, de los podcast, de las series (no incluyo los libros porque soy una esnob). La entrada a la cueva está tapiada por todas estas cosas que me impiden vagabundear por ella. O quizá no tapiada, no hay que ser tan dramática; está simplemente llena de obstáculos en forma de objetos brillantes que me atraen y ante los que me quedo embobada.
Que sí, que todo ese consumo también nos hace pensar en muchas cosas. Nos enseña, nos descubre lo desconocido, nos recuerda momentos del pasado, nos hace reflexionar… pero nos roba el silencio y el no hacer nada. Nos roba pensar mientras cruzamos la calle en cuando Peter Walsh se nos declaró hace 30 años y preguntarnos si habrá vuelto moreno de la India. O quizá sí lo hagamos —yo a veces me desconcentro en medio de un podcast y viajo a quién sabe cuándo—, pero mi sensación es que luego lo recordamos menos. O a lo mejor solo estoy enfadada por no haber sido capaz de recordar por dónde había estado en mi cueva aquel día.
Esta es la parte puramente egoísta. La otra es la bonita y en cierto modo abrumadora: pensar, mientras caminamos por la calle, en las cuevas de las personas con las que nos cruzamos. Ahora están aquí, en el paso de cebra, pero ¿dónde están en realidad? ¿cuándo están? ¿son sus cuevas agradables o están en un pasadizo oscuro del que no salen nunca, como el pobre Septimus Warren-Smith (os diría más, pero espóiler)?
Creo que si recordáramos esto más a menudo el mundo estaría más lleno de esa empatía que todos decimos tener mientras acusamos al resto de carecer de ella.