En la pospandemia fui a una fiesta
El otro día, al entrar en el baño para lavarme los dientes, una imagen de pronto invadió mi cabeza. Estaba en una fiesta en una casa, una fiesta tranquila y con bastante gente, pero desperdigada porque la casa era grande. Había gente bailando despacio y otros hablando copa en mano. Yo estaba ahí y sabía que no era un recuerdo: se trataba de una fiesta en la pospandemia.
El detalle de que esta imagen del futuro me llegara justo al entrar en el baño creo que no es casual. La luz del techo lleva un año fundida, así que la única iluminación nace de los apliques del espejo. El resultado es una penumbra similar a la de una fiesta en una casa y una luz que hace que en el reflejo mi pelo siempre esté muy bien. Ahora que lo tengo más corto, ese espejo me devuelve la imagen de unas ondas muy años 20. Y ahí me trasladé: a una mezcla entre el pasado y el futuro.
Pensé mucho en esa visión estos días, intentando entender qué me quiso decir mi cerebro, y creo que más o menos ya he llegado a una conclusión. A veces me da miedo que la pandemia acabe (perdonadme) porque imagino el mundo volviendo como loco a pisar el acelerador. Sin restricciones, y tras más de un año de vivir con limitaciones que nunca nos habíamos planteado experimentar, mi cabeza me dice que la gente se va a volver loca. Que habrá mil planes, gente en todas partes, la necesidad de quedar y hacer y salir y hacer y moverse y hacer. Mi energía, que este año se sintió tan en consonancia con la del mundo (lo que siempre me hizo sentirme un poco culpable), no está aún ahí.
Sé muchas cosas. Sé, en primer lugar, que no estoy sola. Muchísima gente de muchísimos entornos distintos se siente un poco así y ya he visto unos cuantos artículos con consejos sobre cómo volver a aprender a socializar. Pero mi problema no es ese, mi problema es imaginario: doy por hecho que todo va a ser un torbellino que me va a llevar por delante. Cuando, en realidad, ni todo el mundo se va a volver loco de actividad ni —lo más importante— nadie me va a obligar a unirme al torbellino.
Creo que esa fiesta en la que nunca he estado me dice que hay cosas que ahora no se pueden hacer que sí disfrutaré. Fiestas tranquilas y glamurosas (es decir, cuando conozca a alguien con la casa de mi visión y lo o la convenza para organizarlas), por ejemplo. O viajes a conciertos. O viajes en tren.
El deseo del tren también surgió esta semana al ver un tuit sobre nuevas rutas de tren nocturnas por Europa. «Europa en tren pero con comodidades», dije en un grupo de Whatsapp (porque ya no tenemos edad para interraíles). Y sentí el deseo de probar esos trenes, de ir de capital europea en capital europea, de tener dinero para hacer una de esas rutas de lujo que siempre me han hecho babear. Recordé entonces que antes de todo esto habíamos empezado a darnos cuenta de que avión y medioambiente no es una buena combinación, de que el tren es siempre mejor. Incluso había escrito una defensa de viajar en tren una semana antes de que nuestros problemas fueran otros.
Hoy otro tuit me recordó otros planes que sí quiero, los de señor burgués decimonónico.
Largos viajes en tren, tertulias literarias, una expedición botánica, unos días a un balneario no muy lejano, picnics campestres...
— Alberto (@algodebota) April 6, 2021
Si pudiéramos abstraerla de las relaciones de dominación social, materialmente quiero la vida de un burgués decimonónico.
Y sé que muchas de estas cosas se pueden hacer ya, pero no es eso con lo que me paso horas soñando despierta. Yo quiero hacerlas sin mascarilla y sin desconfianzas y con esa paz interior de saber que no hay una pandemia. Así que en realidad cuando digo que me da un poco de miedo que acabe todo esto estoy mintiendo. Hay mil cosas que quiero hacer. A mi ritmo, guiándome solo por mis propios deseos y voluntad. Un poco como lo he hecho (o he intentado hacer) siempre todo.