Aquí estoy, vuestra amiga neoludita
Escribo desde el día seis de un experimento que durará hasta el 16 de marzo y que consiste en ser de esas personas que no miran casi el móvil porque no hay nada que mirar en él. He vuelto a desinstalar, como hago con cierta periodicidad, Twitter, Instagram y Facebook. Pero también he hecho algo más radical y que no se me había ocurrido: desinstalar Chrome.
Antes, como una buena yonki, me saltaba mi propia medida antiadicción accediendo a las redes sociales desde el navegador. Ahora no puedo. Tampoco puedo buscar cualquier cosa en el momento que se me ocurra, ni perderme por los recovecos de internet. Puedo, eso sí, ver la aplicación del tiempo. Y también usar Whatsapp. Ahí sí estoy, aunque no puedo abrir los enlaces que se me envían.
Desinstalé Chrome el viernes pasado por la noche, antes de empezar mi experimento oficial, y el sábado tardé un rato en entender por qué si yo pinchaba en un enlace en un mail, por ejemplo (la aplicación de Gmail sigue en mi móvil, aunque hace ya un par de años que la tengo sin notificaciones), no pasaba nada. ¿Le estoy dando mal? ¿Se ha estropeado la pantalla? De pronto era como esos niños que deslizan la mano por la portada de una revista y no entienden que no se enciendan ni se muevan las cosas.
Luego se me encendió la lucecita y me sentí algo idiota, pero le agradezco a Google que no se le haya ocurrido responder a mis toques sobre enlaces con un mensaje invitándome a descargarme Chrome. Qué raro ese tocar un link y que no pase nada, y qué rara esta laguna que nos ha dejado Google para ayudar a la desintoxicación.
Tampoco entro en las redes sociales más que para cuestiones profesionales (spam de mis artículos y pedir testimonios). Aquí fallo un poco porque al final estoy pendiente de las notificaciones, pero la semana que viene añadiré un horario y solo entraré en esos momentos.
Y aún he ido un paso más allá: durante este mes, veré solo una serie, The Bold Type. Voy al día, así que es solo un episodio a la semana. Lo vi hoy mientras comía y creo que nunca había tenido tantas ganas de ver una serie.
¿Por qué (me) hago esto?
No es la primera vez que hablo por aquí de lo que me molesta mi relación con el móvil y con las redes sociales. Siempre fui un poco early adopter y friki, pero hace ya tiempo que noto que del tiempo que paso allí solo un 5% me parece que me aporta algo. El resto es scroll infinito de cosas que en realidad no me importan, un scroll que hago con la vaga esperanza subconsciente de que aparezca algo que sí.
No me causan ansiedad, pero sí cierta sensación de tiempo perdido. Un tiempo perdido, además, del que se están lucrando otras personas. Un tiempo perdido que siento que no es decisión mía. Nunca pienso: voy a estar media hora mirando el móvil porque el cerebro no me da para más. Entro un poco por reflejo o incluso a mirar algo concreto y de pronto han pasado los minutos y a veces ni siquiera vi eso que quería ver. La hora. Ah, sí, pues eran las 6 cuando quería saberlo; ahora son las 6:30.
PERO LAS SERIES, ANA, QUÉ TIENEN DE MALO LAS SERIES
Esto es lo que parece preocupar más a la gente a la que le he contado mi experimento esta semana. Cómo no ver series en el siglo XXI, qué clase de persona pasa de tragarse Juego de tronos en mes y medio o ver de pronto hasta la temporada 6 de Sensación de vivir (abandoné, lo siento, estuve una semana enferma sin ver nada y al volver me puse un episodio y de pronto me dio mucha pereza), qué clase de persona, que vio todas las temporadas de Glee, deja de ver series.
Es solo un mes, digo.
Pero ¿por qué?
Yo qué sé, ¿por qué no?
Para descubrir qué hago con ese tiempo, para comprobar si, igual que soy capaz de desayunar sin ver nada, puedo comer y cenar pasmando. Pasmamos muy poco y creo que no es bueno. Nos hemos olvidado, nos ponemos nerviosos, buscamos la pantalla o el podcast, algo que nos aleje de ese momento en el que nos hemos fijado en una mosca o en las ventanas sucias o hemos viajado mentalmente a algún lugar lejano o demasiado cercano. ¿Y todas las conversaciones imaginarias que nos perdemos?
La idea no es mía, no os creáis. Leí un libro que se llama Digital Minimalism, escrito por la típica persona que no me caería nada bien: un milenial que nunca ha tenido Facebook ni ninguna otra red social. ¿Qué vienes, pensé al principio, a mirarnos por encima del hombro y contarnos que tú eres más listo que el resto? Y un poco sí, pero su propuesta para solucionarnos la vida me pareció sensata y, sobre todo, realista.
Durante un mes, deja todas las tecnologías (las de pantalla, no es un paleoloco de estos) opcionales: esas que puedas abandonar sin que ni tu vida profesional ni tu vida personal sufran. Ponte unas normas, unos horarios. Que esté todo muy claro. Pasados esos 30 días, reflexiona y decide qué haces, a qué vuelves y, sobre todo, cómo.
Su argumento es que todas estas aplicaciones y redes y, bueno, el smartphone no son lo mismo que eran cuando empezamos. Entre que ya no nos unimos a ellas con un objetivo muy claro y que han cambiado muchísimo y que, encima, están diseñadas para volvernos adictos, así estamos todos ahora, que ya no recordamos qué hacíamos antes cuando teníamos un momento muerto. La idea es pasar por ese mes en el que nos desenganchemos y, después, ya limpios, repensemos: ¿qué he echado de menos? ¿qué sí me gusta? ¿qué sobra?
Para ese tiempo con el que de pronto nos encontraremos, recomienda varias cosas: pasar tiempo solos, entendido como con nuestros propios pensamientos, sin input externo; pasar tiempo con gente, no solo enviarnos mensajes, sino hablar, en persona o por teléfono o videollamada; reservar tiempo para alguna afición, para hacer algo con nuestras manos, aprender alguna habilidad nueva.
Y atrevernos poco a poco a salir alguna vez de casa sin el teléfono. No tiene que ser algo radical, pero simplemente recordar (o aprender, los que no recuerdan o ni han vivido una vida sin móvil) que no pasa nada. Que salir a tomar un café media hora y dejar el móvil en casa no va a desencadenar ningún tipo de desastre apocalíptico. Al igual que nadie notará que ya no estás en las redes sociales, nadie se dará cuenta de que has pasado media hora libre de teléfono.
Ser parte de la resistencia
Pero debo decir que el argumento que creo que caló más en mí es el que dice que hacer esto es como de pronto convertirte en parte de la resistencia. Los gigantes tecnológicos viven de nuestra atención, que nos chupan como dementores (y se llevan también un poco de alma, claro). Desengancharse, no entrar nunca o entrar solo un tiempo que decides tú o con un objetivo que has decidido tú es como alzar el puño y, a la vez, hacerles un corte de mangas. A la pequeña revolucionaria que llevo dentro esto le gustó.
Ahora, en el iPad, donde sí lo tengo todo instalado, veo amontonarse las notificaciones que me dicen que contactos y amigos han publicado algo, que entre, que no me lo pierda. Y no veáis qué satisfacción no entrar. Aunque no es comparable a la de salir a veces sin móvil. Hoy lo dejé en casa para salir a tomar un café en una terraza y leer. Google no sabe dónde estoy. Qué libertad más tonta y más rara.
Y, sí, salí también sin Fitbit. Ya me haré con un podómetro de los de toda la vida, esos que no se conectaban a nada.
(Compartiré este post en redes sociales. Si actualizo más este mes, ya no).