El domingo es el principio
Uno de mis imperios romanos es que el tiempo es una invención. No el tiempo en sí —creo, no soy física, no me hagáis pensar en cosas tan complejas— sino nuestra manía de dividirlo en cajitas iguales y ponerles una etiqueta. El sol se empeña en decírnoslo saliendo y poniéndose a horas distintas a lo largo del año (¿qué es una hora? ¿qué es un año?), pero nosotras, sé que en parte por pura logística organizativa, cerramos los ojos y obviamos que a veces nos levantamos de día y a veces de noche. Una de las invenciones más claras es la semana. Y de eso vengo a hablar hoy.
El sábado pasado, leyendo algo sobre el tema, de pronto se me ocurrió hacer un experimento tonto, un cambio de paradigma mental. Hacer que mi semana no empiece el lunes, sino, como en esos calendarios extranjeros que siempre desechamos por raros, el domingo. Pero sin cambiar nada más, solo el momento de la semana en el que me visualizo. Es decir —y esto es importante—, no hablo de empezar a trabajar ya el domingo, sino de sentir que mi semana empieza así: haciendo lo que quiera. ¡Y acaba igual! Me hace cierta ilusión concebir la semana protegida por dos amortiguadores de ocio, uno a cada lado. (Por supuesto, como sociedad deberíamos aspirar a tener más amortiguadores que golpes).
Creo que en la idea del experimento influyó también otra lectura. En The Tunnel, el cuarto libro de Pilgrimage, la serie que Dorothy M. Richardson escribió a principios del siglo XX y que nadie, maldita sea, nadie ha traducido, la protagonista, que en este momento (1897) tiene 21 años y se ha unido a la clase trabajadora como secretaria de un dentista, reflexiona bastante sobre los fines de semana. Salir de Londres a excursiones está bien, piensa en un momento, pero se pierde salir con sus amigas modernas el sábado hasta las tantas y, sobre todo, se pierde el domingo:
«Significaba perderse Slater’s [el club al que van] el sábado por la noche, el fin de semana estirando inmensamente la larga, larga tarde con las chicas, un trasnochar protegido por el domingo, despertándose perezosamente fresca y contenta y relajada el domingo por la mañana, desayuno tardío, el cigarrillo en la ventana iluminada por el sol, resonando en sus lados de madera el clamor de las campanas de St. Pancras, las tres voces en las habitaciones pequeñas, irlandisches ragout, las horas de fumar y hablar en extraños promontorios en los que todo era real todo el tiempo, la llegada gradual del atardecer, la tarde-noche libre de la presencia del lunes, sin prisas, sin actuaciones sociales, sin tener que irse, sin viajes en tren».
(La traducción es mía y pido perdón. Dejo el original al final después del vídeo y pido a editoriales y traductoras que por favor hagan algo).
Esa tranquilidad dominguera se puede tener empiece cuando empiece la semana en nuestros cerebros y calendarios, pero, en la media semana que llevo de experimento, trasladar el final al principio ha ayudado a reducir un poco la intensidad de ese estado de ánimo algo ansioso y triste de los domingos por la tarde.
Pienso también en un estudio que leí hace un tiempo que decía que las personas que se tomaban el fin de semana como si fueran vacaciones eran más felices. No significaba necesariamente hacer algo distinto a lo que se hace un fin de semana normal, sino simplemente tratarlo como si estuviesen de vacaciones. Ese cambio de perspectiva, claro, llevaba de forma irremediable a hacer cosas distintas. El lunes siguiente, las personas del estudio que habían hecho ese fin de semana vacacional estaban más felices y satisfechas y menos estresadas y preocupadas que las que habían vivido el finde como uno más. (También habían gastado más dinero). La explicación es que ese cambio de chip ayuda a estar más presentes o algo así. Pensar: si estuviese aquí pero de viaje, ¿qué haría? (Insisten en que las vacaciones de verdad son también necesarias y que no se nos olvide).
Espero no tener que aclarar que el problema real no es nuestra actitud personal ni el día que empieza la semana y que los cambios tienen que ser estructurales y todo eso. Es solo que, mientras vivimos en esta ruedecilla de hámster, a mí me divierte y me entretiene colocarme estructuras distintas en la cabeza y ver el mundo como si lo normal fuese otra cosa. Como si claro que la semana empieza como en esos otros calendarios (tiene sentido porque resurrección, como Miriam llevando la resaca fumando al sol en la ventana). Como si de verdad pudiésemos estar de vacaciones todas las semanas. Como si lo absolutamente raro fuese tener que hacer algo que no nos apetece.
(La canción no tiene nada que ver, pero la volví a escuchar el otro día después de mil años y desde entonces no paro de cantarla).
El texto original de Dorothy:
It meant missing Slater’s on Saturday night, the week end stretching out ahead immensely long, the long evening with the girls, its lateness protected by the coming Sunday, waking lazily fresh and happy and easy-minded on Sunday morning, late breakfast, the cigarette in the sunlit window space, its wooden sides echoing with the clamour of St. Pancras bells, the three voices in the little rooms, irlandisches ragout, the hours of smoking and talking out and out on to strange promontories where everything was real all the time, the faint gradual coming of the twilight, the evening untouched by the presence of Monday, no hurry ahead, no social performances, no leave-taking, no railway journey.