Caras que coinciden con personas
Iba a escribir sobre otra cosa, o quizá solo fuese a ser responsable y trabajar, pero me puse a contar una anécdota de algo que no me pasó a mí y me desvié. Ahora pienso solo en las personas con pinta de majas que, efectivamente, luego resultan serlo. En las caras de buena persona que esconden detrás, para nuestro alivio y casi sorpresa, una buena persona. Pero como no he reflexionado demasiado sobre el tema (no he reflexionado nada), todavía no tengo un discurso, más allá del de la rebelión contra el escepticismo. De pronto tengo veinte años otra vez y voy por ahí diciendo que ser naíf es lo adecuado, pero me está dando vergüenza ajena escribirlo.
De aquí salto a las multitudes —ese cliché— que llevamos dentro. Ese pensar una cosa y la contraria; pensar una cosa y saber que no se sostiene; pensar una cosa y admitir que no tenemos razón. O cómo todo fluctúa y cambia. Hay convicciones, claro que sí, pero también argumentos que obligan a ir —poco a poco y a regañadientes— aflojando el cabo hasta darnos cuenta de que nos equivocábamos. También hay pasillos por los que nos tambaleamos eternamente y nuestra posición dependerá del momento en el que alguien nos haga la foto. ¿Qué tal lo llevas? Hoy bien, ayer mal, dentro de una hora me dará igual, pero quizá esta noche le dé alguna vuelta.
Pero volvamos a lo concreto (esto es un intento por encontrar un camino en este texto que ya empezó descarrilado). La cara en la que pensaba al principio es la de Fran Healy, cantante de Travis, cuyo acento de Glasgow creo que imité de forma inconsciente las primeras veces que intenté hablar inglés. Es una prosodia y un juego de vocales que me llena de chiribitas de emoción adolescente. La anécdota que sí es mía y que sirve de segunda evidencia para saber que es tan buena persona como dice su cara es de hace unos años. Viajé a Glasgow y me alojé tres o cuatro noches con una pareja. Ella era húngara y él hablaba igual que Fran. Como si yo necesitara que alguien me convenciese, me contó que el agua de la ciudad era la mejor del mundo y que en Glasgow eran más simpáticos que en Edimburgo. El piso estaba un poco a las afueras, en un edificio alto y feo en lo alto de una colina. Por la ventana, se veían un par de edificios iguales.
—Ahí vive la abuela de Fran Healy —me dijo mi anfitrión señalando una de las torres—, es muy amiga de mi abuela.
A él lo conocía desde pequeño. Y que por supuesto que era un tipo fantástico.
Aunque yo había ido a Glasgow para ver a Belle and Sebastian, desde esa conversación empecé a subir la cuesta de la colina con mucha más calma. En mi cabeza, me cruzaba con Fran (y no con Stuart), que venía de ver a su abuela. Hablaba con él como aquella vez que soñé que íbamos juntos en coche. Casi como cuando me recogió John Lennon y me dijo cosas importantes (otro sueño fundacional de mi adolescencia).
Creo que ahora lo concreto es tan específico que me he metido en un callejón sin salida. Debería acabar aquí con una conclusión, una de esas que universalizan, que permiten que quien me lee conecte momentáneamente con lo que acabo de contar. Claro que, si no se hacen bien, esas conclusiones suelen ser algo bochornosas. Mejor dejarlo así y confiar en que tengáis también ejemplos de caras que coinciden con personas, que hayáis fantaseado con ídolos de la adolescencia, que os hayan enseñado dónde vive la abuela de alguien a quien admiráis y hayáis dejado correr la imaginación. O, simplemente, que tengáis un acento tan bien dibujado en el cerebro como está en el mío el de Glasgow.