Lo que hago cuando escribo
Hay dos frases que recuerdo exactamente cuándo y a quién se las dije. La primera siempre me hace reír, porque la solté como una verdad absoluta y poco después tuve que comerme mis palabras («nunca podría ser freelance», dije un día a la tierna edad de 24 años). La segunda la dije sin más, sin haberlo pensado de forma consciente hasta ese momento, y tras decirla me quedé como si acabase de descubrir algo importantísimo sobre mí misma: «cuando estoy un tiempo sin escribir, noto que estoy más triste».
Me refería a un tipo de escritura específica, la que hago con libertad total, con el único objetivo de divertirme y juguetear con las frases y las palabras y las estructuras y de paso también reflexionar un poco y contar algo. Esas dos condiciones me salvan de decir que el trabajo es lo que hace que no esté triste o que me basta con garabatear algo en un cuaderno. Por mucho que disfrute algunas de las cosas que escribo por trabajo, lo de la libertad total no está nunca presente. Por mucho que disfrute también escribiendo en mi diario, me falta esa sensación de que se lo cuento a alguien que no soy yo misma. Descubrí, parece, un antídoto para la tristeza en el año 2003, cuando abrí mi primer blog. Aquí estoy de nuevo. (Lo de la libertad total sé que no es verdad al ser algo público, pero no seamos tiquismiquis).
Desde que lo dije, además de haberlo comprobado en muchas ocasiones, también me he preguntado cuál es el orden de los factores, cuál es la causa y cuál el efecto. ¿Me pongo triste por no escribir o no escribo porque estoy triste? Creo que las dos cosas son ciertas, pero también lo es que, en cuanto derribo todas esas absurdas barreras que voy colocando con esmero entre mí misma y el acto de abrir un documento en blanco, noto que ya se disipa una neblina. De pronto estoy tan contenta como cuando el aleatorio de Spotify me regala algo que hacía mucho que no escuchaba.
Volver a hacer este ensayo de columna semanal todos los miércoles no es uno de mis propósitos de 2024 (creo que no tengo propósitos para este año), pero sí es una pequeña intención íntima. Ofrecerme un hueco para desentumecerme mientras me acabo el café. Notar cómo todo se vuelve más nítido al darme un espacio de juego.
Ayer por la noche, mientras limpiaba la bañera, escuché un episodio de pódcast sobre cómo descansar. No es algo que sienta que necesite —siempre me siento un poco culpable al admitir estas cosas—, pero hablaron de un tipo de descanso que sí sé que echo de menos. Era el descanso activo, ese en el que te metes tan a fondo en algo que olvidas el resto de las cosas. Un entrevistado hablaba de que para él era dar pequeños paseos con una cámara de fotos. También cuenta quedar con amigos o familia y dejar que pasen las horas. Una de las locutoras preguntaba si contaba lo que le pasa cuando se sienta al piano y de pronto ha pasado una hora. Le decían que claro y a ella le aliviaba bastante, porque nunca hace las cosas típicas que aparecen ligadas a la relajación —sobre todo de mujeres— de darse un baño o hacer yoga o echarse cremas. O, si lo hacía, por mucho que lo disfrutase, nunca era constante. La respuesta del experto era un alivio más: lo que hay que hacer es algo ligado a ti y que, a la vez, te saque de lo habitual. Para ella podía ser tocar el piano. Para mí quizá sea esto, pensé. Entre otras muchas cosas.
Siempre me gustó mucho el símil que usa Paul Simon en Graceland, lo de que perder el amor es como tener una ventana en el corazón a través de la que todo el mundo puede ver que estás rota y sentir cómo sopla el viento*. Las ventanas del cerebro, en mi imaginario personal, sí tienen que abrirse de vez en cuando. Para ventilar, para cambiar el aire, para oxigenarse un poco antes de volver a explorar cavernas. Eso es, creo, lo que hago cuando escribo.
*En realidad al pensar en ventanas lo que empecé a canturrear fue «desde que me dejasteee, la ventanita del amor se me cerróóó». Ahora vosotros también lo estáis cantando.