Esforzarme, aunque no tenga ganas
Para recaudar dinero para la excursión de fin de curso, en mi instituto vendíamos rosquillas. Una vez a la semana, cada una de nosotras hacíamos nuestro pedido al Hotel Cristaleiro, reyes de la industria rosquillera gondomareña, y luego las vendíamos por ahí. Lo habitual era ir de casa en casa —mi hermana, unos años antes, había vendido cruasanes todos los domingos por la mañana recorriéndose Borreiros en bici (o en coche con mi madre si llovía)—, pero yo, en un momento de visión de negocio que me sigue maravillando, me hice con el mercado de los profesores.
No sé bien cómo pasó. Supongo que cuando estábamos hablando u organizando el primer pedido algún profesor dijo que quería, lo apunté en mi lista y tuve la iluminación de reclutar al resto de sus colegas. Desde entonces —porque los mercados establecidos los respetábamos, a mí nadie me quitó mi monopolio en el instituto—, cuando todas las semanas llegaba el pedido, yo colocaba todos mis paquetes de rosquillas ya en el instituto y me iba para casa solo con los que me habían pedido mis padres. Qué chica más lista, seguro que ahora es una rica empresaria.
Porque además era muy organizada. Nunca tenía que hacer deberes porque los hacía ya en clase mientras los profesores explicaban algo o cuando acababa que nos habían mandado hacer. Para estudiar, en cuanto nos daban la fecha de un examen yo dividía el número de hojas que tenía que estudiar entre el número de días que faltaban y me hacía un planning que, teniendo en cuenta que nunca tuve que enfrentarme a nada muy voluminoso (ya sabéis, Periodismo), muchas veces significaba estudiar media carilla al día. Con estas cualidades, no sé bien por qué no estuve en la lista de los 30 under 30 de Forbes, la verdad, que era claramente mi destino.
Tras preguntarme desesperada durante años (exageración dramática) qué se había torcido, qué había pasado con esa jovencita con olfato para el negocio fácil y para la organización eficiente, llegué a una conclusión iluminadora. Aun suponiendo que ser esa persona de cualidades que predisponen al éxito fuese lo único necesario (como me recordó Raquel hace un par de días hablando algo relacionado, «tus padres no son ricos»), creo que me he estado fijando en la parte equivocada de la ecuación.
A esa jovencita organizada y con cerebro empresarial no le pasó nada; simplemente, nunca existió. Quien existía era alguien que no quería esforzarse más de lo estrictamente necesario y, ay, ahí sí que puedo decir alto y claro que somos la misma persona. ¿Recorrer el vecindario llamando a casas, hablando con desconocidos (o conocidos, pero no lo suficiente para mi espíritu tímido) cuando puedo despachar todo esto sin salir del recinto escolar? ¿Tener que hacer deberes en casa o estudiar más de media hora cuando puedo pasarme toda la tarde leyendo o escuchando música o viendo la tele? Vaya pregunta.
Una parte de mí quiere lanzarse una mirada reprobatoria por mi tendencia innata hacia la vagancia, pero otra se sonríe y asiente y tiene ganas de aplaudir.
De pronto, me acuerdo de aquella vez en la que casi escupo el agua en una cafetería en el Cambridge de Massachusetts al escuchar la conversación que dos brillantes estudiantes de Harvard estaban teniendo en la mesa de al lado:
—Con los exámenes y toda esta época de estrés, me he dado cuenta de una cosa.
—¿De qué?
Aquí yo escuchaba expectante, esperando una gran revelación por parte de aquel cerebro privilegiado (¡porque a esas universidades solo va gente muy lista!).
—Cuando estudias asignatura que te gusta, te cuesta mucho menos.
—YEAH! ABSOLUTELY!
Me hizo mucha gracia lo obvio de la gran revelación y el entusiasmo de la respuesta, un «sí, tía, a mí también me pasa, ¿no es una locura?». Siendo justa, seguro que también he provocado alguna vez que alguien en la mesa de al lado se ría de mí al oírme hablar de alguna gran iluminación que he tenido (especialmente si, como en este caso, quien habla tiene 19 años y quien se ríe en silencio al lado ya ha cumplido los 30). Y cuento mucho esta anécdota, pero la estudiante no estaba diciendo ninguna tontería. Me reí porque era obvio y evidente y porque supongo que yo esperaba que los estudiantes de Harvard hablaran en forma de ensayo académico. Pero era, al fin y al cabo, una gran verdad.
Sé que no lo parece, pero esta carreterita que he tomado por los pueblos de mi visita a Harvard entronca con el ramal principal. A mí no me interesaba especialmente vender rosquillas ni muchas de las cosas que estudiaba de media en media carilla, pero era algo que tenía que hacer. Las poquísimas veces de mi vida en las que hice atracones de estudio de cosas que no me interesaban fueron horribles. En cambio, por el camino, me especialicé y profundicé en lo que sí porque, como bien descubrió aquella estudiante, si algo te gusta el esfuerzo es menor (sarna con gusto no pica, nos dice el refranero).
Pero no lo confundamos con lo de que si trabajas en lo que te gusta en realidad no trabajas, que ya sabemos que es mentira. En lo que pensaba al hablar de que me había especializado no era en nada útil: pensaba en todo lo que sé sobre ciertos grupos de música, en conocer la etimología de la palabra corbata, en las horas de investigación que le dedico a mi pequeña newsletter. Creo —y aquí llego, por fin, a la conclusión de siempre— que mi yo pequeña tenía más claro que mi yo actual que lo que hay que hacer es liberar cuanto antes el tiempo necesario para dedicarse a los pequeños placeres e intereses varios de la vida. Esforzarme un poco en esos momentos para no tener que hacerlo el resto del día.
* Esta es mi canción preferida del disco nuevo de Amaia, y también en la que más se nota que ha estado escuchando mucho a Los Planetas. Robo el título de este post de su letra.