Los amigos que no vemos
El otro día, abriendo los cajones de un mueble en casa de mis padres, encontré una caja de zapatos llena de mis agendas antiguas. Al final de una de ellas, de mis primeros años de universidad, había anotado durante varios meses los SMS que recibía. Por supuesto, me pasé un rato leyéndolos.
Hace casi veinte años de eso, por lo que no es de extrañar que hubiera borrado por completo de mi mente cómo usábamos los mensajes de texto para comunicarnos. Si me hubierais preguntado hace una semana, os hubiera dicho que los usábamos principalmente para decidir lugar y hora en el que quedar. También hubiese apostado algunos nombres que seguro que eran fijos como remitentes de esos mensajes y hubiese descartado otros. Cuando les comenté a mis amigas —por WhatsApp— que había descubierto ese tesoro, Raquel me dijo que lo de anotar los SMS me hacía parecer un poco psicópata. Ahora me alegro mucho de haberlo hecho.
Creo que hice una selección y que no apuntaba los mensajes puramente funcionales de «quedamos en tal sitio a tal hora», porque no había ninguno. Sí había mensajes preguntando cosas de clase y bastantes de mis amigos del IRC comentando si se iban a conectar esa noche o no y preguntando si yo iba a estar. Pero también y sobre todo, y esto es lo que más me sorprendió, mensajes sin finalidad práctica. SMS contándome qué estaban haciendo, preguntándome qué tal, que qué era de mi vida, relatando algún evento en el que se estaban aburriendo.
Me sorprendieron también algunos remitentes de esos mensajes sin rumbo. Hay personas con las que sé que tenía más contacto en esa época, pero también otras con las que no recuerdo haber tenido una relación tan cercana como sugieren esos SMS. En esos mensajes leo, además, un cariño y un interés muy tiernos y muy claros. ¿Me he olvidado de eso? Aquí creo que se trata de algo distinto: en su momento recibía esos mensajes sin leer ese trasfondo. Especialmente en los SMS de las personas con las que no tenía una relación tan cercana, mis propias inseguridades me impedían ver que a lo mejor podíamos haber sido más amigos.
Porque —y esta creo que es la clave— todos esos mensajes son de gente que me caía bien. Conocidos o quizá amigos en sus primeras fases que me caían bien y a los que parece ser que yo también caía bien. No es que recuerde pensar que no caía bien a la gente, pero sí quizá tener ese pequeño sentimiento de «bueno, caer bien no es que me tengan cariño o que quieran ser más amigos».
Me pasó algo similar hace unos meses leyendo mails antiguos. Aquí la remitente era yo y le contaba a una amiga mis interacciones con un chico que me gustaba. Leyéndolo ahora con la distancia del tiempo casi como si quien relatase esas experiencias fuese una desconocida, vi algo que no veía en el momento. A ese chico a lo mejor también le gustaba un poco.
Hace unos años leí un estudio (el titular, en realidad) que me obsesiona desde entonces y que saco a colación siempre que puedo: las amistades no son recíprocas en un 50 %. Es decir, si haces una lista de tus diez amigos más importantes, habrá cinco de ellos que no te pondrán a ti en su lista. Yo ya sabía que no siempre hay igualdad en las relaciones y muchas veces he sentido que alguien creía que era más amigo mío de lo que era para mí (esto es muy duro y muy triste), pero creo que nunca lo había pensado estando yo en el otro lado: ¿quiénes de mis amigos no me pondrían en su lista?
Leer esos mensajes antiguos, restos de una comunicación que ya no existe, me da un matiz extra: yo no notaba que todas esas personas me tuvieran en tan alta estima como ahora me parece ver (que a lo mejor me estoy flipando y en realidad eran mensajes normales). No es un «creen que somos más amigos de lo que somos, yo nunca sería tan amiga tuya como quieres». Si me hubiese dado cuenta, hubiese avanzado encantada hacia esa amistad.
Me pregunto, claro, quién ahora me aprecia más de lo que yo creo. Y me pregunto si tendré forma de descubrirlo dentro de veinte años leyendo mensajes antiguos. ¿Quién está en mi WhatsApp? ¿Tendré ese registro? Podría, claro, empezar con mi pataleta de que ya nadie manda mails ni cartas y cómo perdemos todo ese archivo. Pero si yo leí esos SMS es porque me dio por apuntarlos. En realidad, lo de poder guardar y revisar nuestras comunicaciones es algo muy reciente y siempre ha estado muy limitado (ahora es casi más preocupante todo lo que podemos guardar y registrar que lo que no). Pero es bonito haber guardado esa ventana específica de un momento de mi vida y de la tecnología.
Hace unos meses, me habló una cuenta desconocida por Instagram. Me mandó una foto y me preguntó si me acordaba de él. Claro que me acordaba: era uno de mis amigos del IRC, a quien había perdido la pista por completo y que me hizo muchísima ilusión que me escribiera. Hablando de aquella adolescencia en la que nos quedábamos hasta las tantas chateando con «amigos de internet» (¡y luego viajábamos para vernos! ¡con desconocidos! ¡éramos menores!), me dijo que creía que tenía guardados en CD los archivos de aquellas conversaciones, aunque le daba algo de miedo abrirlos.
Me pregunto ahora qué descubriríamos abriendo esa caja de Pandora, aunque creo que en este caso en particular todos sabemos que nos queríamos un montón. Mi conclusión va por otro lado: es bonito saber que hay gente que nos aprecia sin que nos demos cuenta. Están ahí, intentando que nos llegue su calor. Quizá dentro de dos décadas sepamos verlo.