Hacer cosas en el momento adecuado
Cuando empecé la universidad, descubrí que ser hija de librero hacía que muchos compañeros de clase esperaran una serie de cosas de mí. Una, que leyese mucho. Dos, que hubiese leído unos libros determinados. La primera expectativa la cumplía; la segunda, no. Ahora me parece raro, pero hasta ese momento no sabía que existía una pátina de prestigio sobre unos libros y no sobre otros. Había vivido ajena a lo de títulos-imprescindibles y obras-que-hay-que-leer.
No había leído los básicos de las adolescencias intelectuales, no había pasado por la generación beat ni por Sylvia Plath. Y no era que no hubiese leído esos libros. En general, había leído muy poca literatura adulta (solo Cortázar —muy apto para adolescentes intensitos— se había colado entre mis lecturas gracias a cómo la profesora de Literatura nos contó en clase Carta a una señorita en París). Durante mi adolescencia me dediqué a leer principalmente novela juvenil. Podía contar muchas cosas sobre Roald Dahl y Jordi Sierra i Fabra, pero nada sobre esos otros autores que se suponía que tenía que haber leído.
La explicación es sencilla: la librería de mi padre estaba dedicada a literatura infantil y juvenil, así que crecí devorando todos esos libros escritos para gente de mi edad (o para gente un par de años mayor, ¡que era lectora «avanzada»!). Me enganché a Harry Potter cuando mi padre me convenció (a mis 14 años, cuando salió en España, no quería leer cosas sobre magos, prefería a Flanagan). Todo esto para decir que no, con 12 años no estaba leyendo a Dostoyevski.
Creo que fue en ese primer año de carrera cuando un compañero me dejó El guardián entre el centeno, una de esas lagunas de joven intelectualoide con las que llegué a Periodismo. Me lo dio casi con miedo, como con mucha duda: «no sé si tendrá el mismo efecto al leerlo cuando ya no tienes doce años», me dijo. Acertó. Lo leí bien, pero me pareció un poco sin más, desde luego no un libro con el que obsesionarse o por el que acabar matando a una estrella del rock. (Que los caminos de nuestras obsesiones son inescrutables, pero no entendí el fervor por ese libro igual que no entendí el que rodeaba a En la carretera cuando también por esa época lo leí).
A estas alturas no creo que tenga que defender la literatura infantil y juvenil como literatura real. Ya sabemos que hay libros buenísimos que fueron escritos con un público joven en mente y hemos repetido eso de que hay muchos de esos libros que puedes leer y disfrutar cuando ya eres adulta. Mi idea es defender a los otros: esos que no aguantan una relectura porque ya no tienes edad, esos que devorábamos de pequeñas pero que ahora nos parecen directamente malos. Porque es un poco absurdo lanzar ese juicio de valor a nuestros treinta y muchos: no somos el objetivo de esos libros, no tienen por qué gustarnos. Pero qué bien haberlos leído en el momento adecuado, cuando éramos los únicos jueces con competencias reales sobre esa literatura, y haberlos disfrutado.
A lo mejor a mis doce años ya hubiese podido leer y disfrutar a Dostoyevski (diría que no, aunque no me acuerdo de mí misma), pero todavía puedo hacerlo ahora. Lo que ya no puedo es disfrutar del mismo modo todas esas novelitas que sacaba de las estanterías de la librería con el único criterio de «este aún no lo he leído», así que me alegro mucho de haberlo hecho en su momento. Supongo que también hubiese entendido mejor El guardián entre el centeno y En el camino si los hubiese leído antes, claro. Igual que hubo un momento en el que, no sé si por edad o porque pasé por la República CHeca, Milan Kundera pasó de gustarme a atragantárseme.
Funciona también al revés: hay libros que leemos antes de tiempo. Pero eso es menos grave, ya llegaremos —si todo va bien— a la edad adecuada, cuando quizá les demos una nueva oportunidad y notemos cómo nos envuelven y abrazan como no lo hicieron hace diez o veinte años. En cambio, dejar pasar los doce años significa no poder leer nunca más con doce años títulos que ya nunca más entenderemos. Volviendo a Harry Potter, a mí me encanta haber crecido con la saga, haber ido cumpliendo años con los personajes y entendiendo mejor esa oscuridad que iba llegando a los libros. También haberlos leído cuando ciertas cosas todavía no me chirriaban o estropeaban la lectura.
Pensaba en todo esto el otro día mientras veía, por fin, Inside, de Bo Burnham. Es todo lo que dicen, sí, pero algo en mi fuero interno me decía que si lo hubiese visto cuando salió, hace un año, en ese momento pandémico tan raro y específico, me hubiese llegado mucho más. El momento perfecto ya pasó (y, la verdad, espero que no vuelva nunca). En este caso no es una cuestión de edad (¿o también? ¿si hubiese cumplido 30 años en 2020 hubiese sido distinto? ¿a la gente de 60 que lo vio le pareció una tontería?), sino de momento histórico. Eso que hace que nos refiramos a algunas obras como atemporales porque da igual que tengan décadas o siglos.
El tema de la edad es distinto. Está muy bien que haya libros o películas que puedas disfrutar tanto si tienes diez años como si ya has cumplido los cuarenta. Pero también es muy bonito ser pequeña y que haya cosas que solo entenderéis tú y otras personas de tu edad y que esa ventana sea temporal y exclusiva. Un mundo al que los adultos, esos que —no muchos, afortunadamente— quieren que leas clásicos rusos o veas solo películas que han sido aprobadas por la crítica, no tienen acceso. Una ventana que se cierra, aunque no pasa nada: se abre otra igual de exclusiva y efímera de forma automática.