La idea es disfrutar
Hace unos minutos estaba en el sofá acabándome el café e intentando decidir si trabajar algo más o si dar ya por cerrada mi semana laboral (lo imprescindible está hecho). De pronto, me acordé: ¡es miércoles! ¡el blog! Miré el libro y miré hacia el ordenador y sentí un poco de pereza. Como si en estas dos semanas en las que no pude actualizar hubiese perdido el ímpetu y las ganas, mi cuerpo luchó contra el traslado de sofá a mesa. Quería seguir leyendo y empezar ya las vacaciones que evidentemente había decidido empezar en cuanto me hice el café. Pero aquí estoy para no preocupar a las dos personas que en estas últimas dos semanas sin actualizar un miércoles me preguntaron si todo bien. Todo bien.
En estos días tuve ideas, pero, cuando hace un rato el sofá me quiso engullir, una de las excusas que me dio fue que no sabía sobre qué escribir. Y era cierto, estaba un poco en blanco. Sin embargo, esto no es un «Ana escribiendo sobre que no sabe sobre qué escribir», no. Es un pequeño análisis sobre esa resistencia a hacer algo que me da mucha paz y alegría.
Vuelvo —mentalmente— al sofá. Estaba leyendo un libro que me está gustando mucho (The Invisible Kingdom: Reimagining Chronic Illness, de Meghan O’Rourke). Estaba cómoda y contenta porque creía que era lo único que iba a hacer hasta la hora de cocinar. Pero entonces me acordé del blog y me trastocó un poco mis planes de lectura. Técnicamente, lo sé, nadie me obliga a hacer esto. Si ya había decidido dejar de trabajar, con consecuencias más palpables (el lunes que viene tendré algún pensamiento rencoroso hacia la Ana de hoy), ¿por qué no puedo pasar también del blog? Y puedo, claro que puedo, pero no quiero. Porque como pasa con muchas otras cosas, una vez que me siento delante del ordenador y empiezo a escribir esto, lo disfruto mucho. Incluso en días como hoy en los que siento que no estoy en mi hora más inspirada.
No sé bien en qué momento, hace unos años, decidí que el disfrute era uno de los estados que debía priorizar siempre. Aunque al pensar en esto vayamos enseguida a situaciones hedonistas, a esas que definieron y cerraron los filósofos antiguos en nuestro imaginario (¡orgías! ¡mucho vino! ¡nada de preocuparse por nada ni nadie!), el disfrute que se colocó en mi cerebro como objetivo constante es menos vistoso y más pequeñito. Es, simplemente, cosas que hacen que me sienta bien. A veces, sí, hay adrenalina y épica, pero normalmente es todo más doméstico. Leer junto a la ventana. Salir a que me dé el sol. Escribir sobre lo que me apetezca. Buscar y descubrir canciones. Beber café.
Hace unos años escribí mi lista, como Brecht. Eran recetitas de alegría instantánea que poco a poco voy moldeando y retocando. Añado cosas, borro otras. Teorizo sobre algunas.
Creo que lo que pasó hoy es que chocaron dos de esas recetas. ¿Leer junto a la ventana con café o escribir aquí? Hay dos problemas: uno, que hace unos meses decidí también dejarme un poco más libre en mis lecturas, no ir siempre al sorteo y sí más a lo que me apetece en el momento; dos, que a esto de escribir los miércoles le he añadido un marco que hace que todo sea menos alegre, el de la obligación. Es decir, tenía que haber ganado lo de quedarme leyendo. Normal que me revolviese y resistiera a esto. ¿Qué hago aquí, maldita sea?
Ah, pero falta la otra capa, la de lo bien que me conozco. Soy una persona bastante perezosa. Ante sofá y leer o silla y escribir, mi impulso va a ser siempre el primero (a no ser que esté en plena pulsión). Por eso, en parte, a lo de escribir aquí le di un día y unas horas, porque para leer nadie tiene que convencerme, pero para hacer esto de forma regular sí necesito un empujoncito. Normalmente estas horas son un oasis en mi semana laboral que me encanta que lleguen. ¡Claro que prefiero esto a trabajar! Pero hoy le puse al blog un adversario fuerte, leer despreocupada un libro de esos que te llaman constantemente. Admirad conmigo mi fuerza de voluntad, esta pequeña victoria. O pensad, también conmigo, que soy un poco tonta por haber elegido la opción que me apetecía menos.
El resultado, no obstante, por los misteriosos mecanismos del cerebro que regulan la culpa, creen en la fuerza de voluntad y viven en un sistema capitalista que valora la producción por encima de todo, es que sé que me siento mejor ahora por haber escrito esto que si me hubiese quedado leyendo. He sido fiel a mi obligación autoimpuesta de los miércoles, el libro no se ha ido a ninguna parte. Además, la mejor hora para leer junto a la ventana en este mes de abril de tiempo adecuadamente incomprensible es por la tarde, cuando da el sol. Y ese es mi plan para esta primera tarde de vacaciones.