Las velocidades del tiempo
Marzo se me está haciendo un poco largo. Pero no largo como cuando decimos «buf, y aún estamos a miércoles», sino la otra longitud, la buena. Me pasó hace unos diez días: de pronto, pensé en todo lo que ya había hecho este mes y me sorprendí descubriendo que aún ni había transcurrido la primera mitad. Es decir, hubo más alegría al ver lo que faltaba para cambiar la hoja del calendario que pesadez existencial.
En esa actividad preprimaveral que embutí en estas semanas está lo esperado, que viajé (a Oporto) y fui a un concierto, pero no os creáis que el resto de las cosas que pasaron por mi cabeza cuando me sonreí al ver el calendario eran igual de emocionantes. Pensé en que me había cortado el pelo. También en que había limpiado la nevera.
La forma en la que los humanos percibimos el tiempo es algo que me fascina. Cómo un mes se puede hacer largo o corto y cómo ambas cosas pueden ser buenas o malas. Cómo a veces algo se nos hace corto mientras lo vivimos, pero luego lo recordamos como unas horas que cundieron especialmente, como si en realidad hubiera habido más. O lo contrario, cómo los días se pueden hacer eternos, pero luego enseguida y sin darnos cuenta estamos celebrando un nuevo cumpleaños.
A principios de mes, un tuit del Hematocrítico se hacía viral con otra de las sensaciones que la mayoría tenemos, la de que de pequeños el tiempo pasaba más despacio.
La teoría más popular sobre este «conforme creces, la vida pasa cada vez más rápido» dice que todo se debe a los porcentajes de vida: a los diez años, un año es un 10 % de lo que has vivido. A los cuarenta, ya es solo un 2,5 %. Y así es como lo percibimos. Además, cuando eres pequeña casi todo es nuevo, por mucho que tus días se basen en repetir la fórmula ir al cole, comer, ir a patinaje, merendar, hacer deberes, cenar.
Pensando en todo esto, recordé que hace unos meses encontré un mail antiguo en el que me refería a algo que había hecho hacía «unos mil años». Viendo las fechas, esos mil años habían sido en realidad dos, pero no sé si por edad o por todo lo que había cambiado mi vida en aquel tiempo, lo veía como algo muy lejano. También pensé en ese momento hace no tanto —creo, pero ¿quién sabe?— en el que me di cuenta de que entre Praga y Viena solo habían pasado tres años y medio. Para mí no solo son dos momentos que siento mucho más lejanos entre sí, sino que sigo sintiendo que aquellos meses vieneses, que fueron hace ya trece años, pertenecen a esta parte de la vida que estoy viviendo ahora y no a la prehistoria en la que sitúo a Praga.
Hace unos meses, un viernes en el que ya intuía que el fin de semana iba a durar poco, busqué un poco de broma en Google cómo hacer que durara más. Me encontré con un artículo en Verne que explicaba todo esto: para hacer que el fin de semana pase más lento, hay que llenarlo de aburrimiento o cosas desagradables. Sin embargo, para recordarlo como un fin de semana que duró un montón, hay que llenarlo de actividades nuevas y emocionantes. Y pensaba en días de esos en los que estás de viaje y luego te da la sensación de que has hecho un montón de cosas. Es porque las has hecho, pero también porque estás envuelta en novedad y alegría.
Lo de cortarse el pelo —que, acabo de descubrir, fue en febrero, pero a mi cerebro no le importa— y limpiar la nevera creo que encaja en todo esto por cómo han sido los dos últimos años. No es que no me corte el pelo ni limpie la nevera nunca (el peluquero y el iceberg que desalojé de la pared del frigorífico igual tienen algo que decir, pero este es mi espacio y no el suyo), sino que —con sus altos y sus bajos— llevamos dos años instalados en un especie de uniformidad tediosa. Estos días, salgo a tomar el café de media mañana al balcón porque es cuando da el sol y toda ayuda es poca para subir mis niveles de vitamina D. Aunque hay vida en mi tranquila calle, siento también una especie de calma chicha extraña y de pronto me veo hace dos años, cuando en pleno confinamiento salía al balcón en cuanto veía un rayo de sol.
Por supuesto, esa época de confinamiento la siento como si hubiese pasado hace quinientos años. En cambio, a veces aún me encuentro diciendo «el año pasado» para hablar de 2019. El otro día leí a alguien decir que tenía 35 años cuando había empezado la pandemia y mi fuero interno pensó que esa persona era más joven que yo, que voy camino de los 38. Luego hice las cuentas.
Pero volvamos a este marzo largo en el buen sentido. Me pregunto si es algo nuevo o si me pasa todos los años. Si es por el contraste con febrero, siempre fugaz, o porque empieza la primavera y nuestro cuerpo se pone en modo «abandonemos la hibernación». Lo único que sé es que ahora quiero seguir haciendo cosas para mantener esa sensación de actividad, aunque sea, no sé, ordenar la estantería. También sé que la semana que viene me encontraré pensando que cómo puede ser ya abril, si aún comimos las uvas hace dos días.