Eso en lo que siempre pensamos
Si para algo ha servido el experimento no intencionado al que he sometido a este blog durante los últimos meses, ha sido para demostrarme que —como, en realidad, ya sabía—, si no me pongo un momento fijo a la semana para actualizar, no lo haré nunca. Así que este fin de semana, en algún momento de epifanía inducida por la sinusitis, decidí volver a lo que me había funcionado tan bien. Los miércoles, después del café de media mañana, olvido el trabajo y me dedico a esto.
Había pensado en hablar de esas pequeñas cosas que nos ponen contentas, como a mí escribir aquí, pero luego me di cuenta de que ese tema ya lo he tocado en más ocasiones. Casi podría decir que es una de mis obsesiones más sanas, porque recurro a ella cuando siento que la necesito. Saco mi lista de alegrías fáciles y bailo un rato o juego con Ziggy o me fijo en alguna planta que esté produciendo una hoja nueva.
Tengo más temas recurrentes: cómo huir de la tecnología adictiva, cómo volver a escuchar música como cuando era adolescente (sin, a ser posible, tener que volver a esa edad), la amistad y cómo nos comunicamos las personas. Me pregunto si estos temas ya estaban en mi cabeza hace diez años o hace veinte. Algunos sé que no, porque vienen asociados a la edad o porque aún no existía esa realidad de la que me quejo. ¿En qué pasaba todas esas horas muertas en las que no me podía aletargar deslizando el dedo por la pantalla de un móvil? ¿En qué cosas pensaba? Mirad, de pronto he acabado en otro de mis temas recurrentes.
El domingo, cuando la sinusitis me permitió volver a pensar, decidí empezar a leer La habitación de Jacob, la novela que publicó Virginia Woolf en 1922. Es su primera novela experimental (o, digamos, poco convencional) y una elección a priori poco acertada para un día de convalecencia, pero en cuanto empecé a leer —muy despacio, con un lápiz en la mano— sentí que se levantaba la niebla en la que llevaba unos días inmersa. Como si de pronto, en ese texto en teoría denso, todo fuese cristalino.
Menciono esto porque mi amiga Virginia, como la siento desde que leo su diario conforme ella lo fue escribiendo, tenía también sus temas recurrentes. En La habitación de Jacob enseguida sale a la luz uno, quizá el más importante: lo poco que sabemos de los demás, lo imposible de conocer de verdad a otras personas. Aquí vemos a Jacob a través de los ojos del resto; en su siguiente novela, La señora Dalloway, da el paso a meterse dentro de las cabezas, las cuevas de la gente. Yo también pienso muchísimo en todo esto y diría que desde antes de descubrir a Virginia —quizá por eso me gusta tanto—, pero también me pregunto si esto que yo he detectado y señalado y resaltado como tema recurrente en ella lo era en realidad. A lo mejor solo lo he encontrado porque coincide con lo que ya había en mi cabeza.
Lo mismo con el resto de las cosas que me gustan: ¿es Jens Lekman tan empático y fan de la amistad como yo leo clarísimamente en sus canciones? Hasta hace unos años, no me había fijado tampoco en las muchísimas referencias que hay en las canciones tempranas (y no tan tempranas) de Belle and Sebastian a tener poca energía o a estar muy cansado. Esas referencias están allí desde el principio y hay una razón clara detrás de ellas, pero a mí no me habían llamado la atención hasta que empecé a pensar en ese tema en concreto.
Volviendo a las cuevas de Viriginia, me imagino que todos tenemos esos lugares fijos en nuestra cavernita interior a los que volvemos como un resorte con cierta frecuencia. Una especie de lugar seguro —aunque, según en lo que pensemos, no siempre lo es— en el que descansar o dar vueltas hasta que descubrimos una rugosidad nueva en la pared de piedra. Yo suelo llegar a esos lugares sin darme cuenta, como si me llevase un piloto automático del cerebro, aunque a veces me dirijo a alguno de ellos a propósito. «Voy a pensar en las cositas que me ponen contenta, voy a pensar en las adicciones tecnológicas, voy a pensar en mis grupos de música, voy a pensar en la amistad o en Virginia Woolf y en las cuevas de todas esas personas con las que me cruzo», y me paso allí un rato explorando un rincón conocidísimo de mi forma de pensar.
Ahora creo que añadiré a la estancia de mi cerebro dedicada a cuevas ajenas un cajón para sus lugares más transitados. ¿En qué piensa casi todo el rato esta persona desconocida que sacudió el paraguas mojado dos veces antes de entrar en la cafetería, a qué punto de su caverna se dirige siempre? ¿Son sus temas recurrentes parecidos a los míos o totalmente distintos? Como no me atrevo a preguntárselo directamente, imaginarlos será mi nuevo entretenimiento.