La dictadura de la novedad
No sé en qué momento exacto supe que Marchin’ Already, el disco de Ocean Colour Scene, me había cambiado la vida. Desde luego, cuando lo escuché por primera vez, lo hice dispuesta a que lo hiciera. Me senté pegada a la minicadena, introduje el CD, preparé el libreto y le di al play. No me moví hasta que acabó. ¿Lo supe ya ahí? En cierto modo, creo que sí, creo que lo tuve claro cuando sonó Foxy’s Folk Faced y se me hizo todo un nudo por dentro. Pero tenía trece años y aún no entendía a qué me referiría ya mucho tiempo después al decir eso tan dramático de que un disco me había cambiado la vida. Y, sin embargo, así fue.
Me pasó más veces y con la misma intensidad, aunque sin marcar ese antes y después (porque en realidad, tras aquel día de principios de 1998, ya he vivido siempre en el después). Como es natural —según parece—, cada vez me pasa menos a menudo. Pero no vengo a hablar de OCS ni de cómo sentimos menos esa intensidad musical cuando crecemos, sino de algo en lo que pensé el viernes pasado tras lanzarme de cabeza al disco nuevo de Taylor Swift. Spotify siguió ofreciéndome música cuando acabaron las veinte canciones (sí, estaba en la versión 3 a.m.). Y no sé si fue con Keep Driving de Harry Styles o con Moon Song, de Phoebe Bridgers, que pensé en lo rápido y efímero que es ahora nuestro consumo (odio llamarlo consumo) musical.
Hay varios discos de este año que me han gustado mucho. No nivel cambio de vida, pero sí nivel qué es esta maravilla, voy a escucharla una y otra vez. Sin embargo, unos meses después, apenas los escucho. Me pasa lo mismo con los de otros años. Sería fácil caer en lo de que entonces no serían tan buenos, en lo de que si no pasan el test del tiempo no valían la pena. Pero cómo pasar ese test cuando vivimos inundados por una oferta tan inabarcable que apenas tenemos tiempo para apreciar un disco antes de sumergirnos en el siguiente. Lo mismo con libros, series, películas y demás creaciones que se pelean por un ratito de nuestra atención.
No es que quiera volver a los trece años y escuchar en bucle tres discos y todas las cintas que iba grabando porque no tenía mucha más opción. La culpa no creo que sea de Spotify, a quien hay que odiar pero por otras razones. La culpa es de esta extraña sensación de FOMO que nos entra si no hemos escuchado, visto, leído las últimas novedades de las que todo el mundo habla. Y, al menos en mi caso, hay también algo de búsqueda de un estado concreto, ese de escuchar una canción o un disco por primera vez y que te absorba por completo. Disco nuevo, play, este no. Disco nuevo, play, este no. Disco nuevo, play, este no. Y así hasta encontrarlo.
Pero ¿por qué no escucho los que sí lo han conseguido o, por lo menos, los que me producen mucho placer cuando estoy sumergida en ellos? A algunos no vuelvo por seguridad, solo cuando caigo por culpa del aleatorio o cuando fuera está todo oscuro y yo quiero esa saludable dosis de dolor. De otros me olvido. Y, total, si lo que busco es ese placer del descubrimiento, ¿cómo lo voy a encontrar en un disco de 2010 o en uno de 2017 que ya he escuchado hasta la saciedad?
No tengo clara cuál es la solución, porque en realidad no quiero renunciar a la búsqueda. Querría, eso sí, no pensar nunca «uf, estoy escuchando demasiado estos discos antiguos». Porque había una cosa que la Ana de trece años sí hacía bien: zambullirse con alegría y sin oxígeno en el el océano de un grupo que acababa de descubrir y sentir que ya no necesitaba nada más. Escuchaba las cosas nuevas que llegaban a mis oídos, seguía grabando cintas y abierta a nuevos terremotos (¿cómo si no explicar lo de Belle and Sebastian unos años después?), pero mi único FOMO —concepto que, por otra parte, no existía aún— era el de saber que algún amigo estaba en un concierto de mi grupo amado y que yo, niña de provincias, no había podido ir. Pero entonces me pedía la tele esa noche y, a la hora del concierto, ponía el VHS del concierto de OCS en Stirling Castle en 1998. Y ya no necesitaba nada más.