Cambiar los muebles de sitio
A veces estoy sentada leyendo en el sofá y mi mente se escapa del libro y empieza a realizar una de sus actividades favoritas: reorganizar el salón. No sé bien qué es lo que lo provoca. Puede pasar con cualquier tipo de libro. Yo sigo leyendo, pero soy muy consciente de que una parte de mi cerebro está imaginado qué pasaría si cambiase la mesa de pared y empujase un poco el sofá hacia la ventana y entonces la lámpara tiene que moverse también y ¿hay ahí suficientes enchufes? Si las condiciones son las adecuadas, es decir, si no es muy tarde y si no tengo que ir a ningún sitio, cierro el libro y, un poco intentando resistirme pero a la vez dejándome caer, empiezo a mover muebles.
No lo hago con muchísima frecuencia, aunque a mis padres les parezca que sí, porque a veces me videollaman y me encuentran llena de polvo y rodeada de montañas de periódicos y libros y muebles atravesados. «¡Hay un plan! ¡No se va a quedar así a medias!», les digo. Y es cierto. Casi siempre acabo con mi pequeño salón con una configuración distinta, aunque también ha habido veces en las que he tenido que recular porque yo hago estas cosas por impulso y no, no he medido la estantería de cedés antes de arrastrarla a su nueva pared. Pero esa situación es la excepción: lo normal es acabar con un espacio que me parece nuevo y me llena de alegría.
Creo que es demasiado fácil sacar conclusiones acerca de por qué a algunas personas nos encanta mover muebles. Es una forma de introducir la emoción del cambio en nuestras vidas, una forma de tener control sobre algo. Nick Cave, por ejemplo, explica en este vídeo que a su mujer le encanta reconfigurar la casa y que él lo odia y que un psiquiatra le dijo que es una cosa típica de mujeres (¿de verdad? no creo) y que a veces se despierta y descubre que durante la noche su dormitorio se ha convertido en la habitación de la tele. (No lo he encontrado con subtítulos).
Yo no puedo cambiar la función de mis habitaciones porque mi piso es pequeño y la cabecera de la cama está pegada a la pared. Esto lo sé, claro, porque un día quise cambiar el dormitorio y acercar la cama a la ventana. Desde ese día tengo claro que solo puedo jugar con el salón.
«Oh, claro, la mesa siempre tenía que haber estado ahí», recuerdo que me dijo mi amigo David la segunda vez que me visitó. La mesa (de trabajo, para comer me quedo en barra americana) estaba en ese momento en la pared del fondo, al lado de la ventana y pegada al radiador. Posiblemente ese sea efectivamente su mejor lugar, pero ya no está ahí. A estas alturas, el objetivo es solo esa ilusión de la novedad y no dar con la configuración óptima. La mesa está ahora en un lugar que no sé explicaros, pero adonde me hizo mucha ilusión llevarla porque creía que ya había agotado todas las opciones.
Aun así, después del gran cambio siempre ajusto detalles, normalmente pensando en Ziggy: ¿tiene un lugar desde el que mirar por la ventana? ¿y algo que le sirva de camita cómoda al lado del radiador? Y muevo el puf o rescato la silla de Tera que estaba en mi habitación y le pongo una manta vieja encima.
Hay también algo que me gusta mucho de pensar en esos muebles que muevo, que en su mayoría son míos o prestados y todos tienen su historia. La silla de Tera es la que se dejó en La Cuba Secreta —mi piso anterior, compartido— cuando se mudó. También se dejó una estantería de Ikea, que no muevo mucho porque ahora tengo ahí los vinilos y libros de viaje y fotos pero que al principio vivió en mi dormitorio. Con nombre propio, también en mi habitación, está la famosísima mesa de Brian. Brian era un chico de Texas que hace mil años vivió en Santiago y era muy amigo de mi primo Andrés. La mesa es baja, como de café, y bastante grande, y pesada porque es antigua.
Cuando Brian se volvió a EE.UU., se la dejó a mi primo, que, cuando se mudó a un piso más pequeño, se la dio a mi hermana. Cuando fue mi hermana la que redujo el tamaño de su piso, me la dio a mí. Ya no es mesita de café porque la sustituí por una muy bonita y más pequeña que compré en una campaña de apoyo a Nepal tras el terremoto de 2015, pero está en mi habitación y es donde vive mi impresora. La mesa desde la que escribo esto la hizo mi padre hace, probablemente, unos 25 años (nos hizo una a mí y otra a mi hermana). La estantería de cedés es también antigua (pero no ANTIGUA como la mesa de Brian), comprada en la clásica tienda de muebles de Portugal y lijada y barnizada en familia.
Hay otro efecto guay de mover los muebles: cuando a la mañana siguiente salgo al salón y me había olvidado de los cambios y siento un pinchazo de emoción. Como esas primeras veces que te miras al espejo después de cortarte el pelo y te sorprendes.
Es posible también que en los últimos años haya hecho más de diseñadora de interiores que en prepandemia, supongo que porque paso más tiempo aquí dentro y algo hay que hacer. Pero también me alegra tener la energía y la fuerza para hacerlo, porque si hay algo que marcó la pandemia para mí fue la falta de energía y de fuerza. La configuración actual de mi salón tiene bastantes cosas que a un interiorista le causarían terror, pero para mí hay varios rincones perfectos: el sofá tiene mucha luz para leer, tengo toda la música en un mismo sitio y la mesa, aunque no en el mejor rincón lumínico, no me distrae. Por supuesto, acabaré cambiándolo todo otra vez. Es solo cuestión de tiempo.