Cómo elegir sin morir en el intento
Tenía varias ideas apuntadas en mi cabeza sobre a qué dedicar este post hoy. Cada día, conforme se acercaba este miércoles, me decidía por una o pasaba algo que me hacía pensar un tema nuevo. Y así llegué hasta hoy, que, abrumada por todo eso sobre lo que creo que podría contaros algo medianamente interesante, decidí poner todas esas ideas en pausa y hablar de las zapatillas que me trajeron los Reyes Magos. Tiene que ver, no os creáis. Seguidme en esta bonita historia.
Uno de los paquetes que tenían mi nombre la mañana de Reyes traía unas zapatillas. Es el típico regalo navideño, sí, pero yo lo había pedido porque las mías estaban rotísimas. Lo abrí, exclamé que qué bonitas y que, oh, pura lana, las saqué de la caja, me las puse, me quedaban perfectas, y me sentí muy feliz. Además, y esto es algo que no entiendo bien por qué pasaba (y aún pasa), olían a dulce, como a golosina.
«Entonces, ¿te gustan?», me preguntó mi hermana. Cuando le dije que sí, que claro, confesó que no lo tenía nada claro al escogerlas. Yo me miraba los pies, ya enfundados en las zapatillas, y me preguntaba que cómo no me iban a gustar, si eran perfectas, qué duda podía haber. Mi hermana contestó: «no viste el resto». Yo volví a mirar las zapatillas y a preguntarme cómo podía haber algunas más bonitas. Pero, efectivamente, no había visto el resto y eso lo explica todo. Aunque sigo convencida de que son perfectas, sé también lo que pasa cuando tenemos mucha elección: nos agobiamos.
Sobre esto hay muchos estudios hechos, la infelicidad que genera tener mucho donde elegir. Al menos yo lo he sentido muchas veces. Sin ir más lejos, el otro día, cuando fui a elegir gafas nuevas. La vez anterior, hace unos diez años —porque yo soy muy de mismas gafas para siempre—, me probé la tienda entera. Estuvo bien hacerlo, porque al final me quedé con las últimas. Esta vez intenté ser más pragmática y fiarme mucho de lo que me decía el óptico. Aun así, y aunque a veces le decía que no sacara más, que tenía que reducir la muestra, al final me probé muchísimas también. Salí contenta con mis elecciones, pero supongo que menos que si solo existieran tres modelos de gafas en el mundo.
Todo esto es peligroso también, claro. El ejemplo perfecto es el que ponía antes de ser cancelado Aziz Ansari en su libro Modern Romance: El amor en la era digital. El cómico contaba que el de sus padres había sido un matrimonio arreglado. Que su madre había visto a tres pretendientes, un rato cada uno, y que se había quedado con el que se convertiría en su padre. Llevaban mil años casados y eran un matrimonio feliz y nosotros, que tenemos a todo el mundo a golpe de app, ¿no conseguimos lo mismo?
Lo malo de esto es que entramos en terreno peligroso, el de ferias y neorranciedad. Está bien fantasear con cosas que nos parece que eran más fáciles antes, pero está mucho mejor aprender a vivir en un mundo en el que hay muchísima elección para casi todo (que es aprender a vivir en el capitalismo, sí, pero también en democracia). Por elegir, también podemos elegir acotar ese abanico de ofertas.
Si yo durante muchos años, ya en era smartphones, solo compraba teléfonos Nokia no era solo por una absurda fidelidad a la marca, sino sobre todo porque así me ahorraba el tener que estudiar quinientos teléfonos. En mi rango de precio, habría uno o dos. Todo mucho más fácil. (Ahora tengo un Xiaomi porque mi último Nokia salió rana, pero cuando este teléfono muera, volveré a los finlandeses, aunque ya no lo sean).
Lo mismo pasa con los cuadernos: desde que gracias a lo del bullet journal en 2016 tuve mi primer Leuchtturm 1917, no solo no compro otro, sino que por primera vez lo uso entero. Cambio solo los colores, igual que en mis tenis, que son siempre los mismos pero de distinto color. Porque me gusta y por comodidad. O como cuando solo veía películas de Jeremy Irons. Reducir el infinito de las opciones.
Las zapatillas podrían no haberme gustado. Entre mis virtudes que también son defectos, está que tengo muy claro si algo me gusta o no. Mi madre siempre dice que ir de compras conmigo era muy rápido, porque a veces casi miraba la sala de la tienda en la que estuviésemos sin acercarme a una percha y decía ya «no» (en contraste con mi hermana, que se lo probaba todo, como yo con las gafas). Si las zapatillas no me hubiesen gustado, me hubiera costado disimularlo. Así que en cierto modo creo que, aunque hubiese visto las otras, estas seguirían siendo mi elección.
Por eso hoy no elegí ninguno de los otros temas que me rondan la cabeza. Mi forma de elegir fue hablar sobre esa paradoja de la abundancia y sobre mis zapatillas nuevas. Que, sin duda, merecían un post. Aunque solo sea porque huelen a golosina.
(Por cierto, creo que no lo dije nunca por aquí, pero este blog tiene una playlist. Prometo actualizarla).