La nada como resistencia
Con cierta frecuencia, se ponen de moda conceptos que desde la autoayuda enseguida se lanzan a capitalizar. Tuvimos el hygge y todo el resto de secretos-nórdicos-o-japoneses-para-la-felicidad. Están siempre por ahí las rutinas matutinas que prometen cambiarte la vida si haces un montón de cosas antes de desayunar. Últimamente —desde hace un tiempo ya, en realidad— la palabra de moda va un paso más allá: no necesitamos rutinas, sino rituales.
La RAE no da una definición de ritual que coincida con todo este bum: según el diccionario, un ritual es un ‘conjunto de ritos de una religión, de una Iglesia o de una función sagrada’. Supongo que en realidad lo que deberíamos usar es la primera acepción de rito, ‘costumbre o ceremonia’, despojado de las connotaciones religiosas que a muchas nos alejarían de entrar en el juego.
Para mí, que soy un poco alérgica a que me intenten vender recetas para la felicidad y que no tengo ninguna educación religiosa, un ritual es algo que haces con cierta ceremonia y a lo que dotas de importancia y significado. Pienso, tras leer este artículo del filósofo Byung-Chul Han, en esa contraposición: efectivamente, si los rituales indican parsimonia y salirse de la rueda productiva, los rituales son algo anticapitalista. Ahí ya tienen toda mi atención.
Me puse a pensar en si tengo algún ritual; según mi definición, es una actividad que repito pero que, al contrario que las rutinas, no hago de forma automática, sino con intención. Un momento en el que me salgo del tsunami vital y hago algo no productivo. Lo único que se me ocurrió fue esta cita semanal con el blog: es un tiempo casi sagrado que tengo marcadísimo en mi agenda mental. Incluye parar de trabajar, tomarme un café en el sofá leyendo un rato, y luego sentarme aquí a escribir esto que no me va a dar de comer. Es un tiempo que defiendo con uñas y dientes, que solo he dejado de lado por citas médicas. Si alguien me propone algo para el miércoles, lo primero que pienso es «pero que no me coincida con el blog». Y es un tiempo que disfruto enormemente, condición indispensable de lo que yo entiendo por ritual.
Sé que mi fantasía de que aquí estoy haciendo el anticapitalismo falla un poco. Al fin y al cabo, mi trabajo consiste en escribir y este es un blog público. Estoy en cierto modo —y más al compartir luego esto en redes sociales— promocionándome. Así que es peor: estoy trabajando y lo estoy haciendo gratis. Lo único que me consuela es que solo estoy haciendo ganar dinero a Squarespace, donde está esta web alojada, y supongo que a Google al insertar un vídeo al final. Pero no es como si estuviese escribiendo esto para un medio que no me paga. Creo.
Pienso mucho en las actividades que se basan en la nada. Este blog no es una de ellas y tampoco lo es del todo sentarme en el sofá a leer, pero sí lo es salir al balcón y mirar las flores o estar un rato mirando las nubes (seguid esta cuenta de Twitter) o con la mirada perdida en el vacío. La vida contemplativa, fantasear, dormir la siesta.
Me interesa, posiblemente ya lo sepáis, esa vertiente de la inactividad como resistencia. Ahora que parece que el único objetivo de la vida es ser productivo y hacer, hacer, hacer (también en tu tiempo libre: aprovechar, aprovechar, aprovechar), pararse y perderse en la nada atrae a mi pequeña yo rebelde. La nada, aclaro, no es el scroll infinito en el móvil. Esa es otra nada más peligrosa. Mi nada es un limbo real de pausa y contemplación y felicidad aireada.
(Sé que tengo que leer Cómo no hacer nada, de Jenny Odell. Lo haré en algún momento).
(También sé que es muy difícil hacer esta resistencia de no hacer nada si no somos ricos).