De plantas y cuidados
Iba a escribir sobre otra cosa, pero salí al balcón a tomar el café y mirar las flores y recordé que hubo una época, supongo que la misma en la que iba por ahí diciendo que Viena está sobrevalorada, en la que decía que no me gustaban las plantas. (Ahora que lo pienso, tampoco me gustaba el café).
Mi tirria a las plantas tenía que ver única y exclusivamente con mi incapacidad para mantenerlas vivas. Pero yo nunca lo habría dicho de forma tan clara. En un bonito acto de tergiversación de la realidad, culpaba sin ruborizarme a las pobres víctimas, que en realidad eran quienes más razones tenían para no acercarse a mí.
No es que fuera por ahí mirando mal a las plantas. Su presencia no me molestaba e incluso hasta me atrevería a decir que me agradaba. El problema era —decía yo— que me caían mal. Me irritaba algo que en personas siempre me ha fastidiado mucho: que esperen a que seas tú quien se dé cuenta de sus necesidades. Ahora lo pienso y me horripila un poco haber ido por ahí exigiendo a todo el mundo que me explicase su estado de ánimo, pero no era eso. No pensaba en personas que están mal y no lo dicen por no molestar o porque creen que su malestar no es importante, sino en quienes se ponen de morros o monosilábicos, dicen si les preguntas que no les pasa nada y luego, si tú dices «vale» y sigues con tu vida, se enfadan.
Siempre comparaba la odiosa actitud de las plantas con la de los animales. Los gatos y los perros te hacen saber que tienen hambre o sed llamando tu atención de forma insistente. Las plantas, malditos seres, se limitan a ir poniéndose tristes y esperar a que tú te des cuenta y actúes. Si no lo haces, no es que se enfaden: directamente se mueren.
Ahora que soy ya una persona con la madurez suficiente como para tener la opinión adecuada sobre el café y sobre Viena, también sé ver la diferencia entre las plantas y las personas. Sé incluso ver que mi error principal estaba no solo en culpar a las víctimas, sino también en compararlas con el tipo de persona equivocada (personas con las que hace mucho que no me encuentro porque la madurez también es eso). Las plantas son nuestras amigas frágiles y nuestras amigas fuertes, las enfermizas y las de una salud de hierro, las dramáticas y las discretas. Las plantas se parecen a las personas no en una actitud tóxica hacia la vida, sino en que, en toda su diversidad, fuera de su entorno ideal necesitan ser cuidadas para poder estar contentas y llenas de flores (si procede) y abejas.
A veces, como me pasa ahora mismo con la gardenia que me regalaron en mi cumple, vemos que una persona a la que queremos está triste y no sabemos cómo ayudarla. Mi gardenia lleva una semana en el balcón y está algo alicaída y yo no sé si es porque la riego demasiado o demasiado poco o si porque a algunas horas le da el sol y he leído que no les gusta o si simplemente está aún adaptándose a su nueva casa. Yo la miro y le retiro las hojas feas y espero que mis pequeños cuidados sean suficientes para que esta historia no tenga un final prematuro y trágico. Lo que no hago es culparla por difícil, por tiquismiquis, por no querer ser feliz en mi balcón.
A las personas nos pasa un poco igual. Si no podemos acceder solas al agua, alimento, luz y tierra adecuadas para crecer fuertes y con alegría, necesitamos a alguien que nos riegue, que busque en internet si necesitamos abono, que nos observe y retire las hojas muertas mientras piensa en cómo ayudarnos. Y en realidad todo esto pasa aunque estemos en nuestro entorno ideal. En muchas webs sobre el cuidado de plantas recomiendan ponerlas juntas (en casa, en macetas, en tierra la situación es más compleja) como truco casi mágico para contribuir a que estén más contentas. A nosotras, como a las plantas, también nos va mejor si pertenecemos a una red en la que hay cuidados, cercanía y rayos de sol compartidos.
* (Personas que sabéis de plantas más que yo: no vengáis a desmontarme el argumento con vuestros conocimientos botánicos).