Aniversarios y calendarios
Hay dos momentos del año en los que me obligo a hacer una pequeña reflexión sobre mi vida: fin de año y mi cumple. La idea en realidad es escribir en mi diario y pensar un poco con perspectiva temporal, dotar de una narrativa a los últimos doce meses —aunque las narrativas no existen en la vida— y dejar por escrito ese pequeño registro. Un registro siempre muy amable: la conclusión, tanto en los años que defino como buenos como en los años que defino como malos, suele ser un «¡pero hemos llegado hasta aquí!». Me doy una palmadita en la espalda y sigo con mi vida sin estructuras de introducción, nudo y desenlace.
Ayer fue mi cumple y en la reflexión solo podía pensar en que el del año pasado lo celebré llegando en ambulancia al hospital. Los «bien» con los que suelo contestar cuando me preguntan qué tal estoy y que de verdad los digo siempre en serio, ayer —y desde los últimos días, en realidad— tenían un extra de entusiasmo no siempre consciente por el aniversario de lo que he empezado a llamar la debacle (porque me encantan las expresiones dramáticas, no por otra cosa). No puedo evitar comparar, y salgo ganando muchísimo.
A veces no sé bien cómo explicar estas cosas. No quiero que se entienda como el típico discurso de todo lo que se aprende de las experiencias difíciles. Odio ese discurso porque romantiza el sufrimiento. Mi opinión es que se aprende a pesar de y no gracias a. Y, bueno, yo no creo que haya aprendido nada que no supiera ya (siempre me acuerdo de una entrevista a Esther Arroyo en la que le preguntaban buscando un poco de chicha si el accidente de tráfico en el que casi muere le había obligado a reordenar prioridades y amigos y en la que ella dijo que no, que sus valores y sus amigos ya eran los buenos desde antes).
Si mis últimos doce meses hubiesen sido buenísimos, estaría contentísima también. Creo también que es por cosas como que, mientras escribía esta última frase, algo en mi cerebro se rebelaba y decía: «¿INSINÚAS QUE NO HAN SIDO BUENÍSIMOS?». No me gusta que la gente haga valoraciones sobre cómo se supone que es mi vida (especialmente si es una valoración negativa) y acabo de hacer como si los dedos que han escrito esto último no fuesen míos.
Creo que este es mi gran privilegio y creo que hasta me repito: estoy orientada de forma natural hacia lo bueno, tanto que me enfado y revuelvo cuando noto que alguien no piensa lo mismo sobre mí. Y recalco lo de que es algo natural, que es suerte y es privilegio: no es un esfuerzo. Ir por ahí exigiéndole a la gente que tenga una actitud positiva creo que solo es dañino y tóxico, un extra más para sumar a la lista de cosas malas de alguien que ya lo ve todo negro: «...y encima no soy capaz de tener una actitud positiva, que dicen que mejora las cosas, así que esto es mi culpa». Pero tampoco me corresponde a mí hablar de esto.
Hace un año estaba en el hospital, no me dejaban levantarme porque sospechaban —no sin su parte de razón— que no iba a ser capaz de mantenerme en pie y no tenía fuerza para coger el móvil ni para sujetar una cuchara llena de sopa, que pesa más de lo que os imagináis. En ese cumple no tenía profundidades más hondas con las que compararme, pero no estaba hundida en la miseria porque en realidad estaba recibiendo corticoides en vena en los que tengo una confianza ciega. La reflexión era la de que pues es el verano ideal para esto.
Nunca he sido muy de aniversarios. Había niñas en el cole que lo registraban todo en sus cabecitas, «hoy hace dos semanas que no sé quién me llamó desde una cabina». A mí me encantan los aniversarios comparativos y por sorpresa, lo de buscar en un diario antiguo qué estaba haciendo este día hace unos años (incluso con gente que no soy yo, he comprado los diarios de Virginia Woolf de entre 1920 y 1924 y mi plan, cuando me lleguen, es leer siempre el día en el que estoy con un «¿qué estaba haciendo Virginia hace cien años?»). Pero nunca he sido de registrar fechas aleatorias en las que pasó algo importante. Lo de este año es porque mi colapso de 2020 coincidió con mi cumple y es más fácil de recordar.
Suelo, en cambio, proyectar hacia el futuro. Cuando tengo por delante algún plan que me emociona o da un poco de miedo, pienso: «mañana a estas horas ya estaré en el avión» o «dentro de 72 horas ya me habrán hecho la prueba» o «en dos semanas ya habré vuelto del viaje». Y visualizo los días como un calendario lineal, uno detrás de otro, a veces con obstáculos cuando hay algo planeado que me inquieta un poco. Al dejar los obstáculos atrás ya no los veo, claro, y siento cierta tranquilidad existencial al ver todos esos días llanos por delante.
Como soy una persona muy simple, esa paz a la que algunos (yo misma pasados unos días) llamarían aburrimiento me hace muy feliz. Luego me agobio y me busco otras cosas y otros problemas, claro. Un poco de nervio y excitación que solo funcionan porque sé que luego vuelvo al suelo tranquilo. Como ir de atracción en atracción en una feria. Después, aún algo mareada, escribo que qué bien haber llegado hasta aquí. Aunque haya vomitado en la noria. Pero preferiría haber llegado sin vómito.