Cosas de viejas
No sé cuándo me chirrió por primera vez esa típica reacción que tenemos cuando vemos a una persona mayor disfrutando de la vida. Por persona mayor me refiero persona anciana, a persona vieja. No vieja como Kate Winslet (volveré a ella), sino vieja con muchos años, muchísimos, al borde o por encima de la media de esperanza de vida. Esas personas a las que vemos bailando en un vídeo o riéndose a carcajadas o hablando de sexo y se nos sale el espíritu paternalista a borbotones. «¡Mírala!», decimos asombrados y con una sonrisa demasiado parecida a la que usamos cuando un niño o una mascota —que no estoy comparándolos, pero la sonrisa es la misma— hacen una monería. «Yo de mayor quiero ser así».
La última frase no es la que me chirría —yo también quiero llegar a edad avanzada pasándolo bien—, sino la actitud de asombro y un poco despersonalizante con la que sale todo. Como si hubiese un momento (¿los 75? ¿los 80? ¿o depende más de cómo vistes y de tu número de arrugas?) en el que de pronto disfrutar haciendo un bailecito estúpido o que te dé un ataque de risa ya no fuese posible. Como si no hubieses vivido muchas más décadas que quien te sonríe con las cejas alzadas y gesto bondadoso. Como si no supieses más de la vida que el mocoso de tu nieto moderno.
Es evidente que la vejez tiene cosas negativas, no vengo aquí a negarlas (y más aún cuando aún estoy lejos). Pero creo que nuestra visión general de los mayores, ancianos, viejos es mucho peor. El otro día una amiga fue con su hermana a pasar una tarde y una noche y una mañana en un balneario. Al volver, comentaba que con su presencia habían bajado mucho la media de edad del sitio. Pero lo había disfrutado muchísimo y se había reafirmado en algo que pensamos muchas veces: los planes de viejas son fantásticos. Porque, reflexionábamos, ¿en qué momento se nos vendió que los planes de viejas son algo malo y no algo que escoge gente que ha vivido, y por lo tanto sabe, mucho más?
Lo pienso también cada vez que alguien justifica que no le importa cumplir años, que su espíritu se mantiene joven, que la edad va por dentro. ¿Qué es lo que se supone que le pasa a nuestro espíritu cuando vamos cumpliendo años? Yo solo puedo hablar desde mi experiencia personal, pero diría que mi espíritu solo ha mejorado. Mi espíritu joven, al que a veces recuerdo idealizado, estaba en realidad bastante angustiado. La esencia es la misma; los años le han dado perspectiva y capacidad para relativizar. (Sé que hay gente que se siente peor que de joven, pero diría que la edad no es un factor determinante)
Nos escandaliza que alguien piense que Kate Winslet está gorda y vieja no solo porque no lo está —es decir, ¿qué entendemos exactamente por esos dos adjetivos?—, sino sobre todo porque leemos gorda y vieja como dos cosas negativas, casi como insultos. Por supuesto, con razón: la primera persona que al ver a la actriz en Mare of Easttown pensó que qué gorda y qué vieja no lo hizo maravillada. No fue un «pero qué maravilla, ¡qué gorda y qué vieja está!». Y se ve también en la otra parte del debate, en los «no está vieja y gorda, está estupenda», esa contraposición de estupenda como antónimo de la vejez y la gordura. Si alguien hubiese visto la serie y escrito un artículo de opinión sobre los ojos azules de la actriz, no hubiésemos dicho escandalizados: «¡no tiene los ojos azules! ¡está estupenda!». Nos hubiésemos quedado más en un debate tipo de qué color es el vestido.
Volviendo a la vejez y siguiendo en la serie, el ejemplo bueno es el de Jean Smart. Nos encanta ella (no está vieja, es vieja, por eso nadie lo destaca) y nos encanta su personaje porque es una señora que dice lo que piensa, que bebe y se cae de una silla (igual esto es un poco malo, no sé), que se ríe y que, oh dios mío, a su edad, ha tenido una aventura amorosa. Y nunca sé bien si esta fascinación es buena, de simple agradecimiento por ver representada a una mujer mayor que no responde a cánones de tradición y amargura, o si porque de verdad creemos que es una rareza, si la vemos a través de un filtro que nos la ha exotizado.
A mí mis arrugas y mis canas me dan un poco igual. Las canas porque aún son pocas y, en mi cabezonería vital por no teñirme nunca, he tenido tiempo a entender que no son algo malo (si me hubieran salido a los veinte años seguramente me las hubiese tapado) y las arrugas, quizá, porque en mi baño hay muy mala luz y no las veo bien. Pero siempre pienso que la alternativa a envejecer no es mucho mejor.
Para mí, envejecer bien significa, en el plano físico, que el cuerpo no nos genere demasiado sufrimiento. En el mental, lo mismo. Pero ¿en el espiritual? Yo quiero un espíritu viejo, de esos que bailan y se ríen y van dejando filtros atrás mientras esas generaciones más jóvenes que se creen que han inventado los bailes y el humor y todo lo irreverente me miran con una sonrisa condescendiente. Aunque en realidad lo que me gustaría es no tener que ver a nadie asombrándose por verme disfrutar de la vida.