Oda a la morralla sentimental que Marie Kondo odia
Hoy quiero hablar de mi bolígrafo favorito, un bolígrafo que compré en un viaje hace unos años porque me había dejado el mío en el apartamento y llevaba todo el día con el típico nerviosismo de cuando quieres escribir pero no puedes. Ese día atravesé un mercado, visité un edificio ilustre en el que siempre había querido entrar, dormité en un parque y rematé la jornada entrando en un museo en el que había una exposición que me pareció una señal del destino. No aguanté más: en la tienda del museo, además de comprar un calendario, invertí dos eurazos en un bolígrafo amarillo. Nada más salir saqué rápido el cuaderno y casi vomité todo eso que llevaba aguantando todo el día. A pocos metros, unas chicas españolas comentaron que tendrían que estar haciendo un diario de viajes y yo, sentada al pie de una estatua, me sentí creadora de escuela y salvadora del género.
No sé bien por qué digo que es mi bolígrafo favorito. Quizá por lo bien que escribe, finito y rápido, o por su tacto algo gomoso o por lo mucho que me dolieron aquellos dos euros que justifiqué con pensamientos sobre apoyo a un museo al que yo había entrado gratis, carné de prensa en mano. O seguramente por todo lo que significa, por lo feliz que fui escribiendo en el cuaderno con el que había cargado todo el día, por cómo cada vez que lo veo me traslado allí y a esa sensación de necesidad saciada (o más bien deseo, no hubiera pasado nada si no lo hubiese comprado).
Después de escribir un rato, continué ya tranquila mi recorrido. Vi más edificios bonitos, volví al parque, cené en una cafetería a la que no tenía pensado ir hasta más adelante porque me dijo Google Maps que pasara por ahí.
El bolígrafo se vino conmigo todos esos días y después viajó de vuelta a Vigo, donde se perdió entre todos los bolígrafos que siempre tengo por ahí tirados. Ahora creo que está en casa de mis padres, o al menos es donde recuerdo haberlo visto por última vez. También creo recordar que ya empezaba a fallar y que a veces no escribía, por lo que espero que no haya acabado en la basura.
Tengo otro bolígrafo favorito, comprado en otra ciudad y que no es favorito por cómo escribe (no se desliza muy bien) sino por llevarme de vuelta a ese viaje. Creo que lo compré por vicio, quizá pensando en el boli amarillo, y no por necesidad. Este sí lo tengo localizado, pero no lo uso porque como herramienta para escribir tengo otras mucho más prácticas y placenteras. Su función es la otra, la del recuerdo, la de provocar alegría cada vez que lo veo en el estuche o aparece en el suelo o lo descubro en lugares extraños como debajo del sofá.
Pienso a veces en el fallo principal de las teorías minimalistas. Marie Kondo creo que defiende fotografiar los objetos inútiles que solo guardas por razones sentimentales y después deshacerte de ellos, pero a mí me parece insuficiente, como quedarte con la sombra de algo cuando puedes tener el objeto tridimensional. Miro hacia la estantería.
Los libros me generan esa alegría, pero también la cacharrada que tengo por ahí llena de polvo. Está la muñeca que me regalaron mis compañeras de viaje Tera, Marina y Carmen cuando cumplí 30 años en Buenos Aires, la acuarela enmarcada de un sol triste pintado por Raquel y que fue mi premio de consolación de hace un par de años cuando fui la peor clasificada en Eurovisión. El monedero de mi abuela, que está algo roto y pierde monedas pero que siempre se lleva muchos piropos cuando lo uso. La cesta de pícnic que me regalaron Anna y Saara, que eran Erasmus finlandesas, y que estaba llena de cositas para tener una Finnish experience. Cajas de zapatos con folletos de viajes, con cartas y postales, con notas manuscritas que en algún momento alguien me dejó. La cajita con fotos diminutas de mi Fotolog que me envió hace cien años Javi por mi cumple (la foto principal de este post son esas fotitos). Una lata de bombones austríacos Mozartkügeln llena ahora de monedas de otras divisas (algunas ya comidas por el euro), chapas y demás mierdecillas. El patito de goma que pesqué en el estanque de Nokia del Mobile World Congress. La casa antiestrés de Better Oblivion Community Center que compré cuando fui a verlos a Alemania. La planta que le robé a mi madre hace un par de semanas y que quiero mantener con vida.
No son objetos. Son personas, son lugares, son momentos. Los recordaría igual si me deshiciese de ellos y me sería más fácil limpiar el polvo, pero no creo que mirar hacia una estantería vacía o menos abarrotada fuese a lograr la alegría instantánea que tengo ahí siempre al alcance de la vista.
Papá, mamá, no tiréis el boli.