Los que nunca hablamos en el turno de preguntas
Siempre he pertenecido a esa mayoría silenciosa que, cuando se abre el turno de preguntas, mira a su alrededor buscando manos alzadas. Me parece algo extraordinario ser capaz de levantar así el brazo para pedir más información (o, según quién, ofrecer tu propia conferencia) a alguien que ha contado algo a un público numeroso. Supongo que hay algo de timidez y de introversión y de miedo al ridículo. Pero juro que en el 99 % de las ocasiones no pregunto porque no se me ocurre nada.
Mi curiosidad funciona un poco a fuego lento, al menos cuando estoy en una situación social. Al leer es distinto porque creo que proceso más rápido que al escuchar. Aparece un nombre, cualquier detalle mencionado por encima y, a veces, mi cerebro se para ahí, dice «dame más de esto», pero el texto continúa sin desviarse por esa ventana que han dejado entreabierta y yo quiero dar la vuelta y lanzarme por ella y la única opción para eso es cerrar el libro y sacar el móvil y preguntarle al maldito Google bendito.
En clase tampoco tenía nunca preguntas, pero creo que porque lo entendible lo entendía (viva la sintaxis ahora y siempre) y porque lo profundizable me daba un poco igual. Solo aquella vez que la profe de Lengua y Literatura nos contó la Carta a una señorita en París de Julio Cortázar su evidente entusiasmo y amor por el relato me maravilló tanto que quise leerlo. Pero mi privilegio personal me salvó de tener que decir nada en voz alta. Sabía que en casa había muchos libros de Cortázar. Al llegar lo busqué, lo devoré y me enamoré, como buena adolescente.
Pese a mi silencio, era y soy curiosa, como imagino que lo somos todos los que nunca o casi nunca alzamos la mano. En época académica tuve la suerte de ser buena alumna aunque mucho de lo que nos enseñaban no me interesara mucho (no sé si por edad o porque nos lo contaban mal). Pero claro que tenía intereses y curiosidad obsesiva. Que mi nivel de inglés se lo debo principalmente a varios años traduciendo diccionario en mano canciones del britpop palabra por palabra es algo que nunca me cansaré de repetir. Y aunque mis obsesiones adolescentes no hubieran servido para nada práctico, seguirían siendo igualmente valiosas.
En conferencias la situación es distinta, porque si estoy ahí sí me interesa el tema. Y, sin embargo, no pregunto porque tardo en procesar tanta información y, cuando se me ocurre algo, ya ha pasado el turno de preguntas. (Otras veces es como al leer: un detalle se cuelga de mi mente y no pregunto porque no tiene mucho que ver con el resto; apunto y busco por mi cuenta).
Por todo esto siempre me dolió un poco que se critique la falta de curiosidad. Los profesores que se desesperaban porque nadie preguntaba creo que no tenían en cuenta que nuestra edad era otra, que a lo mejor estábamos inmersos en cosas más interesantes para nosotros como traducir una canción o imaginar conversaciones con los ídolos de nuestra carpeta. Y no pensaban en timideces ni en procesamientos no instantáneos, en que las preguntas muchas veces llegan cuando estás en la ducha o cuando por fin te pones a estudiar para un examen. O en que a lo mejor teníamos algún problema más real y acuciante que el contenido de la lección.
Mi pequeña teoría, que convierto en alegato, es que todos somos curiosos, al igual que todos somos creativos. Cuando parece (o incluso creemos) que no lo somos suele haber una razón externa que nos impide dar rienda suelta a preguntas e ideas. Ya sabéis, la precariedad, el capitalismo, los dementores que nos chupan la energía y un poco el alma. (¿Pasaría algo si no fuésemos ni curiosos ni creativos? Pues seguramente no, tendríamos otras culidades).
Pero además hay muchas formas de curiosidad y de creatividad y no siempre (diría que casi nunca) se ven desde fuera. Es decir: esa mayoría silenciosa que no pregunta tiene muchas razones para no hacerlo. A lo mejor está aún procesando lo que se ha dicho y no tiene dudas. A lo mejor le da pánico preguntar porque todo el mundo que habla es un poco pedante y lo hace desde la superioridad moral. A lo mejor no se ha enterado de nada porque estaba pensando en otros temas. O a lo mejor eso que se ha contado no le interesa lo más mínimo y lo que enciende lucecitas en su cerebro es otra cosa.
Pero ¿falta de curiosidad? Ese nunca es el problema.