Sobre la aleatoriedad de los recuerdos
La tarde del día que estuve enferma en Londres, conseguí reunir fuerzas y aventurarme al exterior para comer algo y —lo más importante— comprar paracetamol. El recuerdo que tengo de ese paseo, especialmente de la primera parte del trayecto, es nítido, multidimensional, casi plástico. Serían las 5 o las 6 de la tarde, pero ya era de noche. Hacía bastante frío, pero en ese punto en el que casi alivia al salir de un lugar con calefacción o de unas horas con fiebre, como meterse en el lago después de pasar unos minutos en una sauna. Todo estaba en calma y oía solo mis pasos sobre el asfalto con algo de gravilla y quizá algún coche lejano (no nos alojábamos en el centro).
Lo de después es más borroso. No sé si fui antes a comer —a un sitio feminista en el que, detrás de una cortina, también se vendían juguetes sexuales— o a un Sainsbury’s a por paracetamol, pero sí sé que al acercarme a este último lugar hice una foto de un grafiti que veíamos todos los días al ir a coger el metro o el autobús.
El artista, STIK, es famoso. Eso lo descubrí hace unos días, cuando vi Last Christmas y uno de sus grafitis aparecía en una de las localizaciones. Recordé, claro, ese último viaje a Londres, hecho justo dos años antes, en el que la ciudad también estaba decorada de Navidad y en el que pensamos en ir a ver esa película al cine, pero al final no lo hicimos (ahora que la he visto me alegra no haber gastado dinero en ella; de verdad, Emma Thompson, qué se te pasó por la cabeza). Y recordé sobre todo ese paseíto.
Muchas veces me pregunto en qué se basa nuestro cerebro para almacenar de forma tan clara y definida momentos que lo tienen todo para pasar al olvido. En este caso, pienso que es por la foto o quizá porque iba sola y con todos mis sentidos encendidos. Pero no siempre es así. Otro de esos momentos que tengo grabados es uno del verano de hace diez años.
Ese verano me fui a Viena sin billete de vuelta, pero con la intención de volver, como tarde, para ver a Pulp en el Paredes de Coura a principios de agosto. Por supuesto, julio pasó rapidísimo y yo no me quería ir, pero lo de Pulp era una necesidad. Los había visto en el Primavera de Barcelona en junio, su primer concierto en nueve años, y desde entonces no era capaz de escuchar Do You Remember The First Time? sin ponerme muy nerviosa reviviéndolo todo. Una especie de estrés postraumático en el que el trauma es en realidad un momento feliz, tan feliz que revivirlo a través de una canción es casi doloroso. Hice lo único que veía posible para no renunciar a nada: busqué si Pulp tocaban cerca de Viena ese verano. Tocaban en el festival Sziget, en Budapest, y allí me fui. (Además, me acreditaron por Disquecool y no pagué abono).
Era mi primer festival sola, así que ideé una estrategia: me uní a un gupo de gente de CouchSurfing que había quedado para ir. Varios de ellos habían hecho una bandera con un palo muy alto, muy útil para saber siempre por dónde estaban. Cuando me apetecía estar a mi aire, me iba yo sola a ver lo que quería. Cuando quería gente, buscaba la bandera.
Ellos se quedaban en el camping del festival, en la propia isla en medio del Danubio. Yo estaba en un hostel en Budapest. Como era joven, por las mañanas hacía turismo y por las tardes me iba al festival. Pero se ve que no era tan joven, porque un día, en medio de la algarabía festivalera, me empezó a doler muchísimo la cabeza. Estábamos comiendo en unas mesas tipo merendero y me tumbé en uno de los bancos. Una de las chicas couchsurfistas, preocupada, me ofreció un ibuprofeno que yo acepté llena de agradecimiento (nota mental: no ir a islas en medio del Danubio sin botiquín). Después me preguntó si quería hacer tentsurfing y echarme en su tienda un rato. Seguí a mi salvadora hasta el camping, me metí en la tienda que me señaló y me quedé dormida creo que de forma instantánea.
Desperté —aquí empieza el recuerdo nítido— algo sobresaltada sin saber qué hora era. Miré el reloj: Pulp estaban a punto de empezar. El dolor de cabeza había desaparecido. Salí y atravesé el camping desierto sorteando las tiendas apelotonadas que no siempre dejaban caminito entre ellas. Estaba anocheciendo y allí no había nadie, pero oía el festival de fondo, voces y música muy lejanas.
Ahora veo esa luz tenue del atardecer, un océano de iglús delante de mí y un bosque al fondo que tenía que atravesar para llegar al escenario que me interesaba. Y noto la atmósfera espesa, calmada pero a punto de estallar. Llegué justo cuando estaban empezando. El concierto estuvo bien. No fue como el de Barcelona, pero me permitió sacarme la espinita y poder volver a escucharlos sin que se me contraigan todos los músculos.
***
De ese despertar y de la travesía entre tiendas de campaña no tengo foto. Tengo muchas del festival, pero lo que más recuerdo es ese momento y tampoco sé bien por qué. Comparte con el de Londres la soledad y la sensación de calma, y también el encontrarme bien después de haberme encontrado muy mal. ¿Cuál de esos aspectos es el clave?
Ambos momentos comparten también el estar en la cola de vivencias que creía que iba a recordar. A veces, en redes sociales, veo a gente refiriéndose a cosas que hacen como «crear recuerdos» (sí, normalmente son instamadres americanas) y yo me pregunto si de verdad creen que funciona así, si de verdad creen que sus hijos van a recordar esa experiencia manufacturada con intención y no algo totalmente aleatorio y banal.
Porque para mí es casi lo mejor de la memoria: esa aleatoriedad aparente, cómo muchas veces (no siempre, ya sé) se queda con lo menos espectacular y lo menos excepcional. Es como soñar: momentos en los que el cerebro nos recuerda que toma decisiones por su cuenta. Y esto puede ser terrible cuando de pronto se va por el lado oscuro, pero, cuando todo funciona, a mí me parece muy emocionante y tremendamente divertido.