Soñar recuerdos inventados
Hace un par de noches soñé que estaba en Praga. Había ido a estudiar algo y ya llevaba allí un par de días. En el sueño, intentaba llegar a clase o a un lugar determinado del edificio de la universidad y no era capaz. Los dos días anteriores lo había conseguido, así que intentaba repetir los pasos: salía de un edificio que era un comedor o algo así y tenía que atravesar una supuesta plaza de la universidad y el edificio de enfrente ya era el mío.
Pero ese tercer día salía del comedor y estaba en Staromestské námestí, la plaza más conocida. En uno de sus laterales estaba el edificio ese de la universidad al que quería ir, pero al entrar por ahí no conseguía orientarme. En un momento, me encontraba rodeada de más estudiantes y un grupo de chicas hablaban castellano y yo intentaba hacer como que no entendía, pero me preguntaron directamente por ese lugar al que íbamos todas y acabamos juntándonos en la búsqueda. Yo ya estudié aquí hace casi veinte años, les decía, pero mi edificio era otro, estaba al lado del río.
Justo antes de despertarme, me encontré pensando que, ahora que no viajo, tengo que aprovechar que estoy en Praga para volver a explorar la ciudad. Pero me desperté y estaba en Vigo.
Es un sueño con moraleja, un «¡explora el lugar en el que estás, aunque no sea Praga!», pero como eso es algo que hace muchos años que tengo claro, he pensado más en otro detalle de esta bonita experiencia onírica: los recuerdos que mi cerebro creó dentro del sueño para darle coherencia. Esos dos días que había salido de un comedor inventado, atravesado una plaza inventada, y llegado a una universidad inventada.
No todo es irreal, claro. Era Praga porque los edificios eran oscuros, bonitos y grandilocuentes. No eran facultades nuevas (ni «nuevas» de los sesenta, que son feas), sino algo más parecido a uno de los edificios reales de la universidad que hay en el centro. Yo no estudié ahí en mi vida real —iba a ese otro edificio junto al río, esto sí es verídico, que estaba pintado de amarillo—, pero muchas veces quedaba con mi amigo checo en las escaleras de la facultad de Filosofía, que es un poco lo que veía en el sueño. No soñé con los tres días, solo con el tercero, pero recordaba vívidamente las dos jornadas anteriores.
Ahora, claro, me pregunto si las noches anteriores soñé que estaba en Praga y, aunque no me acuerde, creé recuerdos para esa animadísima vida que tiene mi cerebro mientras duermo. O, mejor, ¿hay una realidad paralela en la que he vuelto a Praga para estudiar?
Me pregunto también si mi cerebro ha querido de alguna forma reivindicar a Praga en mi imaginario, porque ahora llevo tres días pensando en esa ciudad que fue tan importante para mí durante unos años hasta que fue desbancada y pisoteada por Viena. De hecho, estaba convencida de que solo había vuelto una vez, pero viendo fotos recordé un tercer viaje que había borrado por completo de mi mente.
Cada vez que me pongo a estudiar un idioma, recuerdo mi teoría sobre cómo se reparten las lenguas en mi cabeza: en una habitación están las automáticas las que no tengo que pensar ni traducir, esas de fácil acceso (castellano, gallego e inglés, no creáis que hay más). Luego hay otra habitación que se llama «lengua extranjera» y a la que acude mi cerebro cuando sabe que está hablando algo que no está en la primera habitación. El problema es que aquí solo hay sitio para una lengua, que suele ser la que he estado estudiando o con la que he estado más en contacto en esa época, y no siempre coincide con la que quiero chapurrear (el resto de los idiomas que he estudiado en algún momento están amontonados y llenos de polvo en una tercera habitación). Por eso cuando empecé a estudiar checo me salían palabras en alemán (y viceversa, cuando volví a estudiar alemán algo más tarde), cuando empecé a ir a clases de francés me salían bittes y cuando en esos meses fui a Viena me encontré diciendo oui.
Creo que el sueño, en el que muy oportunamente solo hablaba con unas chicas españolas, ha sido un poco mi subconsciente pidiéndome que reorganice (o les dé algo de movimiento) las habitaciones de las ciudades. «Que sí, que la de Viena la tienes limpísima y ordenada y te pasas ahí la vida, pero ¿por qué no te pasas por la de Praga un rato? Sí, eso es polvo. Cuidado con las telarañas. ¡No tropieces con los vasos de cerveza! Enciende la luz, parpadea un poco pero aún funciona».
O a lo mejor era solo sobre la moraleja de explorar cualquier lugar.
O a lo mejor no había ningún significado detrás y solo mi cerebro moviendo cajas y divirtiéndose. Aunque ahora quiero una Staropramen de medio litro que, como hace meses que no pruebo el alcohol por experimento y rebelión social, me dejaría tirada por los suelos.
Quizá deba también ver alguna peli checa o vienesa para desempolvar el oído idiomático (en alemán puedo sobrevivir; en checo creo que ya ni eso).