Reflexiones en la antesala
El sábado, mientras hacía un bizcocho de manzana y nueces, pensaba de nuevo en el extraño contraste de ese momento con la situación que estamos viviendo. Había abierto las ventanas porque hacía una tarde muy buena y había puesto alguna playlist de esas de las mejores voces del jazz. Descalza sobre la baldosa del suelo de la cocina, me mecía un poco y canturreaba mientras cortaba las manzanas y mezclaba el azúcar con los huevos con el yogur con la harina. Y sentía muchísima paz.
Cada vez que me encuentro en uno de estos momentos de placidez casera, la rompo un poco al acordarme del infierno que hay fuera. Empiezo a sentir cierta culpabilidad y me invade la inquietud cuando pienso, sobre todo, en el futuro. Porque para los que tenemos la suerte y el privilegio de vivir en un lugar agradable y de no tener ningún problema de salud física o mental que nos haga sufrir, los que no hemos tenido la tragedia vírica cerca, los que aún contamos con algún ingreso, para nosotras, las privilegiadas, que somos la punta de un iceberg cuya base se está disolviendo, la cuarentena puede ser hasta placentera. Estamos en la antesala del lugar malo y, oye, no se está tan mal.
Entonces llegan los titulares. Las curvas que no se aplanan, sino que caen en picado, las de la economía. Volveremos a niveles de los años treinta, advierten expertos y medios. El mundo nunca volverá a ser igual, nos repiten una y otra vez. Y elucubramos sobre esa nueva normalidad. Que no será fácil, que será dura, que se acabó lo que se daba.
Me debato y se me agrieta un poco la paz. ¿No debería estar preparándome para ese futuro y no haciendo bizcochos? Pero nadie sabe para qué tenemos que prepararnos exactamente ni cómo hacerlo. Así que llega el otro pensamiento: si estos son nuestros últimos días «fáciles» (los que nos podemos permitir vivirlos así, insisto, los que somos un poco inconscientes y somos capaces de dormir y olvidarnos de todo), ¿no deberíamos disfrutarlos?
Pienso también mucho en el libro Tú no eres como otras madres, de Angelika Schrobsdorff. La autora cuenta la vida de su madre, una judía alemana de familia bien que era una vividora. En un momento del libro, cuando va por 1935 (la madre nació en 1893) y en sus cartas habla de fiestas y alegría, la autora se pregunta si de verdad eran tan ingenuos.
Hay momentos en los que dudo del sano juicio de mi madre y sus amigos. ¿Tenía ella, tenían ellos, tan poca sapiencia y consciencia política como para seguir triscando alegres por los campos de una dictadura que lenta pero firmemente privaba de los derechos humanos a aquellos que no eran de sangre alemana o afín? Naturalmente, mi madre también escribiría cartas distintas a otras personas y mantendría con ellas conversaciones de índole diferente, y sus amigos no solo jugarían a la petanca y al “Ladra, perro, ladra”. Es de suponer que vivieron instantes de horror e indignación, pero por desgracia consideraron superfluo, insensato o infructuoso deducir las consecuencias. Los únicos de su círculo que ya lo hacían por esas fechas eran Walter e Ilse Hirsch; precisamente a ellos mi madre, a juzgar por el tono de la carta, no los tomaba en serio: «... Tampoco a vosotros os veo ya en la tierra de promisión. Además, sería impensable: Berlín sin vosotros, vosotros sin Berlín».
No es que esté comparando esto con el ascenso del nazismo, pero me pregunto si los historiadores del futuro se preguntarán cómo hubo una parte de la población que durante estas semanas se dedicó a simplemente hacer pan y vermús por Skype. «¿No lo veían venir?», se preguntarán.
Pero ¿qué hacer? En mi mente gana siempre la parte hedonista cuando no estoy pensando. Cuando logro abstraerme y olvidar el mundo a punto de estallar y bailo un poco por una casa que ya empieza a oler a bizcocho.