Volver a abrazar
En el piso en el que viví antes de este, al que llamábamos La Cuba Secreta, había goteras. No una gotera en una esquina, sino goteras múltiples, de distinta intensidad y que aparecían en lugares impredecibles cada vez que llovía (en mi habitación fue una vez una ducha sobre la cama y en otro cuarto un día se cayó la moldura del techo por la humedad). Llamábamos a la casera, ella llamaba a su chapuzas, el señor se subía al tejado, movía una teja y nos quedábamos más o menos tranquilas hasta el siguiente chaparrón.
Estuvimos tres años allí porque en verano el piso era maravilloso y se nos olvidaba. Era grande, de techos altos, con un montón de balcones (hacía esquina) y muchísima luz.
Cuando abandonamos La Cuba y me mudé al piso en el que vivo ahora, durante unos meses, cada vez que llovía, yo me descubría pasando la mano por las paredes de forma casi inconsciente para comprobar que estuvieran secas. Como una especie de estrés postraumático leve que superé pasado un tiempo.
Estos días me pregunto, supongo que como todos, en cómo será todo cuando volvamos a la realidad. Si nos lanzaremos a los brazos de esas personas a las que queremos y llevaremos semanas sin tocar o si sentiremos que algo nos frena. ¿A cuántas personas estoy exponiendo a un contagio solo en un abrazo? ¿Demuestro más amor si lo doy o si me aparto y me quedo con las ganas?
Y no hablo de los primeros días, en los que supongo que aún nos dirán que mantengamos las distancias, sino en cuando nos digan que ya sí, que ya podemos, que volvamos a lo de siempre. En ese momento, tan conscientes de ya cómo funcionan los virus y de las consecuencias de nuestros propios actos tras semanas de confinamiento y educación en epidemias, ¿nos atreveremos a la primera o necesitaremos varios días o semanas para volver a adaptarnos a la realidad, para que nuestro cerebro entienda y asimile que nos podemos abrazar sin miedo?
Llevamos muy poco tiempo, aunque parezca un mundo, y yo ya siento cierta rareza cuando en una serie o una película los personajes se tocan. «Pero ¿qué hacen?», me digo alarmada.
Y pienso en los abrazos como algo que echo de menos, pero también algo contra lo que mi cuerpo ahora mismo reacciona. Me tenso solo de pensarlo, como un gato que no quiere que lo cojas.
Creo que quedará alguna secuela al principio. Que nos resultará raro y quizá al principio nos cueste, al igual que a mi cerebro le costó volver a aprender a estar tranquila en casa cuando llueve fuera. Pero pasado un tiempo (¿mucho? ¿poco? ¿cómo saberlo?) nos daremos cuenta de que hemos dejado de acariciar las paredes.