Quién decide lo que pienso (y cómo liberarse del móvil)
En los días en los que escribí el reportaje sobre mejores amigos para Verne, pensé mucho sobre la amistad. Leyendo a Richard Dunbar y su teoría de cómo organizamos los amigos en círculos concéntricos, cuanto más cerca del centro más íntimos, recordé que hubo una época hace muchos años en la que hablé mucho del tema. Era la teoría de Cris, pensé, que ordenaba a sus amigos en pirámides.
Tirando un poco de ese hilo del que tiramos cuando intentamos recordar un sueño o una teoría o algo en lo que hace lustros que no pensamos, me di cuenta enseguida de mi error. La teoría de la pirámide era mía y Cris quien me criticaba por jerarquizar a mis amistades (a lo mejor la amistad es olvidar quién ha pensado algo antes).
Ya estaba a punto de concluir que soy una persona horrible por tener a mis contactos subiendo o bajando escalones según su comportamiento, cuando tras un tironcito del hilo salió la parte importante de la teoría: los amigos que llegan a la cumbre no están ni apelotonados ni condenados a bajar si aparece alguien nuevo. Hay otra opción: empezar a flotar. Los amigos (y familiares) que flotan están ya ahí para siempre, en el éter de mi corazón. (Perdón).
Me gusta mucho esta teoría porque es mía, porque la pensé yo sola en algún momento de mi vida y porque no era algo que estuviese especialmente de moda. ¿Por qué me puse a pensar en cómo ordenaba a mis amistades? Posiblemente saliese de una conversación, o de un rato escribiendo intensidades en un cuaderno, o de horas perdidas aburrida, mirando al vacío, soñando despierta por encima de mis posibilidades, dedicándome al difícil arte de no hacer nada.
Si siguiese ahora el camino de pensamiento del que no salgo últimamente, os diría lo que ya sabéis: que ahora ya no tenemos tiempo muerto para pensar teorías porque dirigimos nuestra maltrecha atención a una pantalla. Pero me da un poco de rabia ir por ahí, estar tan obsesionada con el tema. No es algo que haya desarrollado yo sola. Lo vivo y lo experimento, pero es una obsesión tan contemporánea, tan mencionada una y otra vez en medios de comunicación, libros y blogs, que no sé hasta qué punto es mía y hasta qué punto es importada.
¿Pensaría en esto si no formase parte de la agenda mediática? Si nadie más estuviese hablando del tema, si no hubiese posts en Instagram de gente diciendo que va a dejar Instagram o tuits de gente que anuncia una etapa de desconexión, si nadie se quejase de que los niños viven ya encadenados a pantallas, si no existiesen los artículos o libros o cursos online con trucos y consejos para vivir offline, ¿me preocuparía el tema, me daría cuenta, creería que todo el mundo está loco menos yo, o me limitaría a seguir con mi vida felizmente conectada y enganchada?
(Es una pena que no sea muy dada a teorías de la conspiración, porque este sería el momento de introducir una.)
En lugar de eso, os voy a contar mi truco detox de este fin de semana. Fue inesperado y no buscado y dudo que vaya a durar demasiado, pero ya encontraré otro milagro la semana que viene. Tras escuchar una entrevista a la periodista Jia Tolentino en el podcast de Longform, leí algunas de las cosas que ha escrito. Ella también está obsesionada con el tema.
Tras leer su artículo What It Takes To Put Your Phone Away en el New Yorker, algo hizo click en mi cerebro. Desde entonces, cada vez que voy a entrar en un bucle en Twitter o Instagram, siento un poco de rechazo y aparto el móvil. Un poco con la misma repulsión que me provoca desde hace unos meses ver una botella de plástico. Pienso: «basura». (Otra obsesión importada, pero que está bien).
Y entonces abro un libro o me levanto o miro por la ventana.