Cómo nos entreteníamos antes
Huérfana de series, una serie de clicks y giros del destino que ahora no vienen al caso me llevaron a empezar Sensación de vivir hace una semana. No la vi en su momento porque me pilló muy pequeña y cada vez que aparecían en la tele cambiaba aburrida, pero ahora ahí estoy, casi 30 años después de que se estrenara, devorando fascinada las historias de unos adolescentes ricos de los años 90.
Desde este 2019 tan consciente de todo me esperaba un desastre, algo similar a esos análisis de Friends que nos dicen ahora que la serie era lo peor. Y es lenta y es a ratos aburrida, pero con ese tono moralizante de las series americanas de antaño ya han hablado de TODO. Ya han hablado de racismo (aunque los protas son todos blancos), de consentimiento, de alcoholismo, de los peligros de conducir borracho, del sida, de cáncer, de los derechos laborales de los inmigrantes, de lo difícil de ser madre adolescente y de que el dinero no da la felicidad (y estoy en la primera temporada). Son mucho más woke que yo, que en realidad solo quiero que salga Dylan.
Además de la moda hipnotizante que hace que haya empezado a ver lo de ir con mallas tipo ciclista y grandes chaquetas abultadas o blusas de colores y estampados imposibles —à la Donna, me gusta llamarlo— como algo no del todo horrendo, lo que más me maravilla y me deja pegada a la pantalla es ver cómo viven sin móviles y sin conexión permanente. Así un poco como si no lo hubiese vivido yo misma, como si fuese un mundo tan lejano que ya ni recuerdo. Y me pregunto, claro, qué hacen ahora los adolescentes en su tiempo libre: si leen y hacen los deberes sobre la cama, si escuchan la radio y participan en concursos radiofónicos, si bailan con amigas en casa, juegan a la ouija o a juegos de la verdad y suspiran viendo a Patrick Swayze en una revista. Y si son capaces de hacerlo sin fotos, sin redes, sin conexión.
Recordé también, en un episodio en el que Brandon le regala a un niño su pulsera de la amistad, aquella clásica de hilos de colores y dibujos en zigzag, la época en la que todos las hacíamos. Yo nunca fui especialmente buena, creo, y desde luego no era como aquellas niñas que producían pulseras a un ritmo casi industrial (¡y con dibujos más difíciles! ¡y muy anchas!), pero sí dediqué horas de mi vida a tejer pulseras y a pensar en ellas.
Como soy muy de juzgar sin tener ni idea, acabo de buscar en Instagram #pulseradelaamistad y veo que aún existen. Y tiene cierto sentido, con todo el bum ya un poco anticuado del DIY y las manualidades, pero me cuesta imaginar a esos adolescentes de ahora con horas muertas dedicadas a hacer pulseritas y no a hacerse selfies. Claro que no conozco a nadie de ese grupo demográfico y vivo de lo que dicen los medios sobre ellos: que son adictos, más que nosotros los mayores, que ya vivimos bastante pegados a pantallas creyendo engañados que lo gestionamos bien. Ah, no, espera, que yo soy milenial (vieja) y como tal no hago nada bien.
Pero no solo los adolescentes. En un episodio, una noche entre semana, mientras Kelly y Brenda escuchan la radio en el piso de arriba, los padres de Brenda están en el sofá en el piso de abajo jugando al Scrabble. Como si no tuvieran ni tele. Que la tienen, pero de momento solo la encendieron una vez para ver una serie muy popular en la que Brandon tenía un papelito. Pero su intervención fue eliminada en el montaje y Brandon tuvo que decir adiós al glamuroso mundo de la farándula.