De reencuentros y amigos y seguir cumpliendo años
El otro día tuve una revelación. Uno de esos pensamientos que de pronto iluminan todo tu cráneo por dentro porque los imaginas así, resplandeciendo desde tu cerebro. Lo vi todo tan claro que no creí que fuese posible olvidarlo. Y sin embargo aquí estoy, sintiendo todavía toda esa luz pero sin ser capaz de localizar su origen exacto. Sé lo que pensé, la idea principal, pero no el detalle o momento exacto que me hizo alcanzar esa nitidez que ahora se me escapa. Os lo voy a contar, pero si en algún momento veis que no me explico bien no es porque no me sepa explicar, sino porque no sé muy bien qué os estoy contando.
Tiene que ver —el pensamiento, no esta situación, aunque a lo mejor también— con la edad y con hacerse mayor. Ese mayor de los 35, a los que llegamos todavía sorprendidos y algo estupefactos al escribir el número (¿deja de pasar esto? supongo que no), y en los que empezamos a darnos cuenta de que ya hay mucha gente que viene detrás, que ya no somos los jóvenes, que si salimos en el periódico se referirán a nosotras como «la mujer» o «el hombre» y no como «la/el joven». Y tiene que ver con los amigos a los que vemos poco.
Os pongo en situación. La mecha que desembocó en la iluminación se encendió el miércoles pasado. Estaba en Londres, ya el último día, y aproveché para quedar con dos amigos que viven allí. En las inmediaciones de la British Library, donde aunque no se conocen ambos trabajan porque el mundo es pequeño, comí con M. y tomé un café (y luego un chocolate) con C. Los había visto por última vez en mi anterior viaje a Londres, hará unos cinco años. Con C. hablo algo —poco— por Whatsapp. Con M. nada.
Para mí esto es normal. Si voy a un lugar en el que vive alguien a quien conozco y me cae bien y tengo cariño, aunque haga años que no hablamos, aviso. Doy un poco por hecho que el sentimiento es mutuo (aunque aún tengo escalofríos al pensar en el estudio ese según el cual solo la mitad (¡la mitad!) de nuestras amistades son correspondidas) y, si no es así, confío en que la persona en cuestión se invente una excusa para evitar verme.
Ambos reencuentros, de un par de horas cada uno, fueron quizá mi parte favorita del viaje. Nos pusimos al día sobre nuestras vidas desde la última vez y sobre la gente en común. Con esa sensación de urgencia de saber que no tenemos mucho tiempo y que habrá que decir adiós y volver al trabajo, hablamos de los últimos encuentros y de la vida de antes, de música, del Brexit, de trabajo freelance y trabajo asalariado, de los lugares en los que vivimos, de las ciudades importantes, de conciertos, de Belle and Sebastian y Oasis y Blur, de cómo pensamos «uau, 30» cuando cumplieron 30 años, de feminismo y salud y familia y futuros posibles y Julian Assange, de lo cara que está la vivienda, de cómo todo se va la mierda pero cómo a cambio esperamos que la escena artística underground se revitalice. Dijimos adiós dando por hecho que sería Londres de nuevo cuando me vuelva a pasar por ahí.
Compartir la sorpresa ante el paso del tiempo
Y aquí es cuando se me tuerce un poco el relato. Lo que pensé, creo que ya el jueves, pero no sé muy bien a raíz de qué conversación con quién, fue que ahora nuestra amistad comparte algo nuevo, algo que no tenía antes: la experiencia de envejecer. (Ya, ya, ya sé que no somos viejos, me refiero a lo de que tampoco somos jóvenes del todo, no lo somos ya para el periódico, y según algún estudio es a los 35 cuando empieza el envejecimiento).
Y en esa iluminación que no logro reatrapar esto no es algo negativo, sino bonito. Sumar años de experiencia, compartir la sorpresa constante ante lo de no tener 24 años. Encontrarse siempre años después, reconocer canas nuevas y arrugas que nuestro cerebro enseguida borra porque en realidad de los reencuentros se sale un poco con la idea de que estamos igual. Estamos igual, nos sentimos igual. ¿Qué broma es esta de que la gente joven es ahora otra? Sumar todo esto a la amistad, algo que hace cinco o diez años no podíamos aún sumar. Y pensar que cada reencuentro del futuro enriquecerá un poco más la relación con más envejecimiento compartido.
Envejecer es un privilegio, piensa en la alternativa. Ir reencontrándose con gente de otras vidas cada cierto tiempo es emocionante. Como si en nuestros caminos tan distintos y en direcciones tan dispares de vez en cuando parásemos en la misma área de servicio. «Eh, ¡seguimos por aquí! ¿todo bien? ¡Nos vemos en la siguiente!».