Mis estúpidas normas de lectura y cómo romperlas
Para 2020 solo me puse un propósito y, por primera vez en la vida, lo cumplí. Se trataba de no comprar ni un solo libro (tenía, eso sí, tres excepciones) y lograr así bajar mi estante de libros sin leer, que en ese momento estaba en 63 libros. Ahora, aunque en 2020 leí 36 libros, en mi estante de espera hay 53. ¿Cómo puede ser? Fácil: recurrí a biblioteca, a libros prestados y en mi cumple y en Navidad me regalaron un montón de libros.
Aunque en 2021 ya me he comprado cuatro libros, creo que el experimento sí me ha permitido controlar un poco mi adicción. Ayudaron las librerías cerradas y mi precario estado de salud durante 2020. Y, por supuesto, que en ningún momento me encontré sin lectura en casa. Ese estante aún lleno me recuerda que siempre hay libros. Además, siempre está la opción de releer, algo que hice por primera vez en 2020 (Ada o el ardor). En 2021 quiero releer La señora Dalloway, que de pronto vuelve a ser uno de esos 53 libros en espera. Y me inquieta un poco que quizá no le toque. Algo que, como vais a descubrir ahora, es solo una tontería creada por mi cerebro.
Hace unos años, mirando mi estante de libros que eran aún promesas e intentando decidir cuál quería leer a continuación, me di cuenta de que había libros que llevaban en aquel limbo mucho tiempo y otros que casi ni pasaban por él, porque los devoraba en cuanto llegaban a casa. Decidí entonces ser más justa y llevar la igualdad de oportunidades a la estantería: desde entonces, decido el próximo libro por sorteo. Cuento cuántos hay y le pido a Google un número aleatorio. Alguna vez he hecho trampas, sí, pero en general sigo mi norma con seriedad y rigor y cierto estoicismo. (Luego están los libros del club de lectura o los que leo para artículos, que viven al margen de todo esto)
Lo que me lleva a La señora Dalloway y a mi estúpida preocupación. Quiero releerlo en 2021 porque un par de artículos sobre relecturas en tiempos de pandemia me han hecho salivar con hundirme entre sus páginas de nuevo. Porque es lo pequeño y lo grande de lo doméstico, la alegría de un paseo y de comprar flores, la recreación nostálgica en recuerdos de vidas pasadas, lo mucho que pasa en un día en el que no pasa nada (solo una fiesta, ¿recordáis las fiestas?). ¿Cómo no querer volcarse ahí otra vez y ver cómo nuestros ojos de hoy, esos que conocen muy de primera mano los dolores y las alegrías de un año encerrados, leen esas palabras?
Pero, ay, mi sistema. Si el azar no da con el número de Clarissa Dalloway, podría llegar a 2022 sin haberlo releído. Por supuesto, no hay nada que me impida releerlo ya, la norma es autoimpuesta y, si hay alguien que puede romperla, esa soy yo. No se romperá el mundo (creo), no vendrá la policía a casa a llevarme presa, a nadie le importará. Me imagino a los otros libros mirándome con un poco de odio por tanto favoritismo, pero les recordaría entonces que otra de mis estúpidas normas es acabar todo libro que empiezo, así que aunque sean malos los leeré hasta el final (un poco por cabezonería, un poco por criticar con conocimiento de causa). Vaya, que no se quejen, a ver si rompo también esa norma y no solo no los acabo, sino que los tiro a la basura. (Los libros que me estaban mirando mal aquí se encogen y me dicen: «vale, vale, tampoco te pongas así»).
Hasta aquí mi bonito texto de autojustificación. Todos sabemos que releeré La señora Dalloway antes de que le toque. Y eso que ni siquiera podéis ver que ya no está en la estantería, sino en la mesa del café.