Réquiem por una taza
Esta madrugada me despertó un ruido. Era ese sonido que quienes convivimos con gatos de interior reconocemos al instante: un vaso, una taza, una cajita, un adorno deslizándose hacia un abismo a ritmo de patita que empuja. No llegué a tiempo y mi taza preferida se hizo añicos contra el suelo de la cocina. En vez de recoger el desaguisado, me volví a la cama, donde la responsable del desastre ya se estaba acurrucando con la satisfacción que otorga el trabajo bien hecho.
La mañana no empezó mejor: al coger los trozos grandes de taza antes de barrer, me corté un dedo, así que tuve que interrumpir la tarea para echarle agua y ponerme una tirita (es posible que esa tirita fuese innecesaria a los dos minutos de habérmela puesto, pero la mantengo para darle a este relato un poco más de dramatismo). Un rato después, mientras tomaba el café del desayuno en otra taza perfectamente funcional pero que me hace menos feliz, era consciente de lo absurdo de estar de mal humor por una taza rota cuando en la radio estaban hablando de los desastres de la DANA, extrapolable a lo absurdo del mal humor por tonterías mientras el mundo explota y arde (además, en vez de agradecer mi remanso de paz y buen tiempo, lo que agradecí fue que el sueño que tuve esta noche no fuese real: era responsable de Comunicación de algo relacionado con Errejón y tenía que limpiar su imagen).
Todavía metida en mi pequeña espiral doméstica de enfado, reflexionaba sobre esa extraña alegría que nos proporcionan algunos objetos. ¿Qué es más importante en una taza, que se pueda beber café de ella o que me parezca bonita? Evidentemente, lo primero. Pero el placer estético añade un extra al que me resisto a renunciar. Por otra parte, es algo maleable y que evoluciona. Mientras escribo esto, tomo un café en una taza de los Beatles de la colección que sacó El País hace unos años y que casi obligué a mis padres a ir comprando. Bebo de Please, Please Me y hasta me he puesto el disco de fondo. Ahora mismo la taza me da un poco igual, pero escuchar el disco asociado hace que casi olvide el triste destino de su compañera de aparador. Era una taza como las que me gustan, más ancha y baja que las mugs estándar, y tenía gatos dibujados. No sé qué no le gustó a Ziggy.
Esta taza había sido la feliz sustituta de otra con una ilustración de un zorro, que me gustaba, pero no tanto como la anterior, la original, la culpable de mis manías en este ámbito: tenía la forma y dimensiones perfectas (antes de ella, no le había dado nunca importancia a ese aspecto) y un mapamundi dibujado y coloreado. Recuerdo que cuando se rompió como resultado del salto al abismo al que la abocó Ziggy, la busqué con Google Lens para sustituirla. La encontré solo en una tienda holandesa que no tenía venta online. Mentiría si dijera que no me planteé un viaje con ese objetivo. (Yo la había comprado en una tienda de regalos que había en Vigo hace unos años).
La taza de gatos, me ha dicho Google, es mucho más fácil de reponer, pero aún no sé si hacerlo o si volver a incluir mis especificaciones de taza «algo más ancha y baja que las de los Beatles» en la carta de navidad y dejar que Papá Noel o los Reyes me sorprendan. Otra opción sería darles oportunidades a todas esas tazas inutilizadas que llenan el armarito de encima del fregadero: escuchar más a los Beatles, recordar libros y eventos y lugares, preguntarme por qué nunca hicimos tazas de Disquecool (¡para no contribuir a tanta sobreproducción!). Como ninguna de ellas tiene esa forma perfecta que ahora siempre exijo, supongo que esta última opción de usar lo que ya tengo no será la ganadora. Lo estoy compensando comprando poquísima ropa y sin subirme a aviones.
Como conclusión positiva a mi mañana, gracias a ir escribiendo esto y a escuchar a los Beatles he conseguido que se me pase el enfado. Ya puedo volver a preocuparme e indignarme por cosas más importantes y dejar de sentirme mal por llorarle a una taza. Quizá hasta me quite ya la tirita del dedo.